Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 28 de junio de 2009 Num: 747

Portada

Presentación

Bazar de asombros
HUGO GUTIÉRREZ VEGA

Las piedras preciosas de Juan Marsé
CRISTIAN JARA

Onetti cuentista: el cuerpo como espejo
ROSALÍA CHAVELAS

La Santa María de Onetti
ADRIANA DEL MORAL

La última invención de Onetti
ANTONIO VALLE

Onetti y su estirpe de narradores
GUSTAVO OGARRIO

Adolfo Mexiac: la consigna del arte
RICARDO VENEGAS

Leer

Columnas:
La Casa Sosegada
JAVIER SICILIA

Las Rayas de la Cebra
VERÓNICA MURGUíA

Bemol Sostenido
ALONSO ARREOLA

Cinexcusas
LUIS TOVAR

Corporal
MANUEL STEPHENS

El Mono de Alambre
NOÉ MORALES MUÑOZ

Cabezalcubo
JORGE MOCH

Mentiras Transparentes
FELIPE GARRIDO

Al Vuelo
ROGELIO GUEDEA


Directorio
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Onetti cuentista:
el cuerpo como espejo

Rosalía Chavelas

En 1980, Juan Carlos Onetti recibía el Premio Cervantes luego de cuarenta y un años de constante trabajo: su primera novela, El pozo, salió de imprenta en 1939. Aunque el reconocimiento llegó tarde, ya para entonces había generado un gran número de lectores secretos, para quienes confesar esa profesión de fe equivalía a tener algo torcido y perturbador, a reconocer “el malentendido global de la existencia” y a vivir en un “mundo loco”. Tenía ya escrita su obra fundamental, entre la que destaca su tetralogía: La vida breve (1950), El astillero (1961), Juntacadáveres (1964) y Dejemos hablar al viento (1979), testimonios de su maestría al narrar el mundo de Brausen, Larsen, Díaz Grey y Medina, personajes atrapados, junto con muchos otros, en la legendaria Santa María.

Entre los cuentos de Onetti destacan “El posible Baldi”, “Bienvenido, Bob”, “Esbjerb, en la costa”, “La casa en la arena”, “El infierno tan temido”, “La cara de la desgracia”, “Jacob y el otro” y “Tan triste como ella”. En ellos, los cuerpos de sus personajes confirman que la danza con la que bailan sus vidas está cargada de emociones pero desprovista de sentido. Sus geografías emocionales, sus diversas atmósferas anímicas, hacen patente el estado psicológico con que se mueven. Sus historias ocurren con frecuencia por binomios, por parejas, en los que un personaje confronta a otro y se le muestra diferenciado como futuro o destino, como origen o causa, como rival o cómplice.

En Onetti aparecen rostros y cuerpos sobre los que va cayendo la infamia del tiempo, pero también la humillación con que se someten entre sí. Las nucas de las muchachas adolescentes ocultan una sensualidad lista para despertar, por lo general a manos de un cuarentón. El labio superior de sus personajes se alza con orgullo, se contrae con desprecio, se alarga con decepción. Hasta las cejas de la prostituta Nelly son muy altas, rectas, y las dibuja cada mañana para hacerlas coincidir con “el desinterés, la inmovilidad, la nada que podían dar sus ojos” [Juntacadáveres].

En “El posible Baldi”, contrastan las actitudes de dos personajes: Baldi aprieta en su puño un fajo de billetes dentro de su bolsillo como símbolo de su poder, listo para fundar la Academia de la Dicha , mientras la mujer extranjera de ojos azules con la que el alto del semáforo lo obliga a emparejar el paso, un poco más adelante en la narración, mueve las manos “como apretando limones”, como apresando el aire y tratando de retener lo inapresable. Kirsten, la mujer de “Esbjerb, en la costa” tiene “una cara de lluvia, una cara de estatua en invierno, cara de alguien que se quedó dormido y no cerró los ojos bajo la lluvia” por la nostalgia de su tierra natal. No hay parte del cuerpo que no exprese, que no cristalice o fije un estado del alma, contrahecha casi siempre.

En “Bienvenido Bob”, Onetti construye el relato tensando las cuerdas de la juventud contra las de la madurez en dos movimientos. Primero, Bob cambia el curso de la vida del narrador, al oponerse al casamiento de éste con su hermana Inés, con la que tiene un gran parecido físico. Después, al cabo de los años, Bob se convierte en el hombre ya hecho, es decir, en el hombre deshecho que veía en el pretendiente: en el pasado Bob le asestó ese adjetivo para desiduadirlo de sus pretensiones. “Usted no se va a casar con ella porque es viejo y ella es joven […], usted es un hombre hecho, es decir deshecho, como todos los hombres a su edad cuando no son extraordinarios. Bob llama vejez, más que al paso natural del tiempo en el cuerpo, a una manera de pensar mediante conceptos fijos: “lo más repugnante, lo que determina la descomposición, o acaso lo que era símbolo de la descomposición, era pensar por conceptos, englobar a las mujeres en la palabra mujer, empujarlas sin cuidado para que pudieran amoldarse al concepto hecho por una pobre experiencia. Pero –decía también– tampoco la experiencia es una palabra exacta”, ya que por lo general una pobre experiencia está hecha de repeticiones y costumbres marchitas e insensatas [“Bienvenido, Bob”]. En el segundo movimiento, el tiempo ha pasado y el narrador, el pretendiente antes cuarentón, le da la bienvenida a Bob, “al tenebroso y maloliente mundo de los adultos”. Con sus dedos sucios de tabaco, “es seguro que cada día estará más viejo, más lejos del tiempo en que se llamaba Bob”. Ahora se llama Roberto y lleva “una vida grotesca, trabajando en cualquier hedionda oficina, casado con una gorda mujer a quien nombra ‘mi señora'”.

La nostalgia por el antiguo Bob la recuerda el narrador porque antes “el pelo rubio [caía] en la sien, [y tenía] la sonrisa y los lustrosos ojos” de la pureza, la fe, los sueños y la verdad con que se hacía dueño de su futuro y del mundo, además tenía intactos todos los rasgos de su juventud implacable, que lo asemejaban a Inés. Ya antes la relación fraterna se evidencia en diversas marcas: los ojos, el sesgo de la mirada, cuando movía las cejas y la punta de la nariz se les aplastaba a ambos de la misma manera cuando conversaban. Por esta semejanza, al final del cuento, el narrador puede decir, refiriéndose a Bob: “Nadie amó a mujer alguna con la fuerza con que yo amo su ruindad, su manera de estar hundido en la sucia vida de los hombres.”

Al cabo de los años de leer y releer a Onetti, reconozco gozosa una decepción existencial que me previene de cualquier optimismo gratuito y absurdo y que me confirman sentencias que quizás no me atrevería a decir en voz alta: “Sólo hay dos dioses llamados ignorancia y desencanto” (Cuando ya no importe). Y Santa María es para mí un gran territorio, tensado por la ignominia, donde transito como por la piel del amado, del amante, del escritor que se hace amar a través de los recuerdos guardados en los cuerpos de sus personajes. Y en este espejo me miro y me descubro.