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Los irrisor y los bomolochus

Morir de risa

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Cartel de la compañía Apóstoles de la comedia, en http://apostlesofcomedy.com/
E

n su texto La risa de Dios, Milan Kundera hizo el favor de recuperar para la modernidad el término rabelesiano agelasta, que nombra al individuo que no ríe, a quien Aristóteles llamaba agroico. Afirmaba el francés –y el checo pareció estar de acuerdo– que los agelastas son un verdadero peligro para la humanidad y que, por culpa de su atrocidad, estuvo a punto de abandonar la pluma en forma definitiva. Pero Rabelais, dice Kundera, escuchó la risa de Dios, dejó de tomarse en serio y se puso a escribir novelas que no sólo son muy jocosas, sino también hasta grandiosas, por más que el segundo adjetivo no se lleve bien con la risa, o sí, pero con una risa de tipo sarcástico. Tal vez la diferencia tenga que ver con la enunciada por Tomás de Aquino, quien establecía una severa diferencia moral entre el bomolochus y el irrisor: mientras que la intención del segundo es de inicio ofensiva, el segundo sólo pretende divertirse y divertir, aunque caiga en exceso o desvarío: Hay caminos que parecen rectos, pero al final son caminos de muerte y también entre risas, sufre el corazón, y al fin la alegría termina en pesar, se sentencia en los Proverbios (14:12, 14:13). Los teólogos tendrían que dilucidar cuál de las actitudes enunciadas le corresponde a Dios cuando, según el refrán judío que le da pie a Kundera para tirar su rollo rabelesiano, el hombre piensa, y Él ríe: Le divierte la futilidad de los esfuerzos humanos por descubrir una verdad que Él mismo escondió en alguna parte, como si se tratara de un huevo de Pascua, y no estoy seguro de que el chistorete divino pertenezca a la clase de diversión de la que llaman sana y moral en las ferias de pueblo. Por el contrario, tengo la impresión de que, así retratado, el Altísimo pertenecería más bien a la filiación de los irrisor que a la de los bomolochus. Pero, como cada vez que hablo de este personaje me llueven mentadas de madre, mejor ya no le sigo.

Santo Tomás, blandiendo las parrafadas aristotélicas, definió una moral para el medioevo, y en ella la risa excesiva quedó terminantemente prohibida. El filósofo y el teólogo aprobaban la eutrapelia, o diversión ordenada, como parte del descanso y hasta como una actividad necesaria para renovar energías y retomar el trabajo. En cambio, condenaron todo esparcimiento que sobrepase la norma de la razón, excediera los límites de la eutrapelia y cayera en lo grosero, insolente, disoluto y obsceno, es decir, cuando con ocasión del ocio hay palabras o acciones torpes o nocivas al prójimo en materia grave. También puede haber grave exceso por falta de las debidas circunstancias, como el hacer uso de él en lugar o tiempo indebido, o de forma que desdiga de la dignidad de la persona o de su profesión. Por último, también puede ser pecado mortal cuando, por exceso de pasión, se prefiere la diversión al amor de Dios y se violan los preceptos de Dios o de la Iglesia por no dejar de divertirse. Ni modo: Aristóteles era un tipo serio, y Tomás de Aquino, peor, y se les pasó un hecho esencial: que el entretenimiento moderado es un poco aburrido y que a la mayor parte de los humanos les resulta espantosa la perspectiva de pasarse la vida jugando palitos chinos (¿así, o más inocuo?) y leyendo tratados de moral. Creo que es de esas mentalidades de las que se burla Umberto Eco en El nombre de la rosa por medio de su personaje de Jorge de Burgos, un monje loco que se la pasa escondiendo un tratado aristotélico de la risa (ficticio, según entiendo) por temor a que su divulgación derrumbe el sistema de valores medieval.

Tendrán razón los Proverbios en anunciar lutos y pesares a quienes se exceden en la diversión, pero ésta casi siempre requiere de una cierta dosis de riesgo: desde que te vean feo por contar un chiste muy pasado hasta que te coma el tigre (un tipo obviamente agelasta) porque agarraste un lápiz labial y trataste de pintarle los cojones de rojo carmín.

Un peligro que de seguro no se les ocurrió a los sabihondos aquí citados es el de morir de risa. Dicen algunos que esa posibilidad es una mera leyenda urbana. Sin embargo, Wikipedia registra varias muertes por risa (fatal hilarity, en inglés): la de un tal Calcante, quien vivió en el siglo XII antes de nuestra era y a quien le hizo mucha gracia que un adivino terminara tragándose un vino que había jurado no beber nunca; ocho siglos después una anciana llegó ante el pintor Zeuxis y le pidió que la usara como modelo para pintar una Afrodita, y el artista cayó fulminado por una larga serie de carcajadas letales; poco después, el filósofo Crisipo emborrachó a su burro, lo vio hacer desfiguros y se fue al otro mundo sin poder dejar de reír; en 1410, Martín I de Aragón falleció por una indigestión combinada con un ataque de risa; en 1556 terminó la vida del gran pornógrafo Pietro Aretino, a causa de una apoplejía causada por carcajadas incontrolables; unas décadas después, le tocó el turno al rey birmano Nandabayin, cuando supo que Venecia era un Estado libre que no tenía soberano; en 1660 el aristócrata escocés Thomas Urquhart, traductor de Rabelais, se cagó (y se murió) de la risa al enterarse de la coronación de Carlos II. En 1782 una tal señorita Fitzherbert, que asistía a la puesta en escena de La ópera del mendigo, fue movida a risa por cierta escena, hubo de ser sacada del teatro, pasó toda esa noche debatiéndose entre dolorosas carcajadas y expiró la mañana siguiente. En tiempos más modernos, en 1975, el albañil inglés Alex Mitchell falleció a los 50 años de edad mientras miraba por la televisión un episodio de la serie The Goodies. La historia se repitió en 1989 con el otorrino danés Ole Bentzen, quien debe su fallecimiento a la película Un pescado llamado Wanda. Links de lo anterior, en el blog.

Cuando era niño, conocí a un señor al que había que llevar a terapia intensiva cada vez que le venía un ataque de risa, independientemente de que lo jocoso cayera en el ámbito de la eutrapelia o de lo irrisor. Era calvo prematuro, de piel cerúlea y clara, de estatura más que baja, y sus carcajadas podían estallar con cualquier pretexto (así fuera un chiste cebo) y en cualquier momento y circunstancia y, como el virus ese de la influenza, no sólo eran potencialmente mortíferas sino también muy contagiosas. Una vez, a bordo de un autobús urbano, el hombre vio un letrero o le dijeron algo y empezó a reír, casi en silencio al principio, y luego en un volumen creciente, hasta que llamó la atención del resto de los pasajeros, quienes, a juzgar por lo que pasó, sintieron que aquella risa era extremadamente cómica. La onda de choque de las carcajadas se propagó por el vehículo hasta que llegó al chofer y éste estuvo a punto de perder el control del volante. Orilló el vehículo como pudo y abrió la puerta, que empezó a vomitar hacia la acera bultos de carne convulsionados por la risa que descendían a cuatro patas, sobándose el vientre. El causante del desaguisado no terminó de salir: se quedó sentado en los escalones del vehículo y vimos cómo su piel blancuzca viraba hacia tonos azulados. Una señora tuvo el tino de acudir a un comercio inmediato, pedir prestado el teléfono y llamar, sin poder contener la risa, a una ambulancia. La operadora del servicio de emergencia no tomó en serio el pedido y colgó con indignación. Cuando la samaritana regresó, nuestro personaje había exhalado su última carcajada, alguien le había puesto un pañuelo sobre la cara y ya nadie se reía.