Opinión
Ver día anteriorSábado 30 de mayo de 2009Ver día siguienteEdiciones anteriores
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El malestar con el voto
H

ay una visión, digamos, vulgar de la política mexicana, que ve en el mundo del orden público a un unísono escenario en el que todos sus conflictos y propósitos se reducen a la exclusiva lucha por los cargos, el poder y el dinero. En esta visión, los partidos políticos aparecen todos cortados con la misma tela, y su finalidad se agotaría en fungir como agencias de corrupción, escuelas del chantaje y centros del tráfico de influencias. Nada habría en ellos que representase alguna causa digna de ser considerada como una contribución al bienestar público, y sus miembros, los políticos, estarían movidos tan sólo por las suculentas dietas que reciben y los cuantiosos arreglos que pueden lograr. En suma: nada que se asemeje ni remotamente a cualquiera de las definiciones que conocemos del servidor público. Aquí el uso del término vulgar no implica de ninguna manera una inferencia peyorativa sobre esta concepción; sólo quiere datar el hecho de que se trata probablemente de la idea más divulgada que hoy se tiene sobre la política en México. Y en rigor, es una visión que tiene algo (o mucho) de razón, aunque descarten o supriman las principales condiciones que hacen posible la existencia misma de esa esfera imprescindible de la práctica social.

Es absurdo homologar, por ejemplo, a una fuerza como el PAN, que ha hecho y sigue haciendo todo por impedir que prosperen las leyes y las instituciones que permiten a la mujer hacer uso libre de su cuerpo, con el afán que representaron (y siguen representando) los legisladores de la asamblea del Distrito Federal que promovieron esas leyes. Lo mismo se puede decir cuando no se observan las diferencias entre quienes se oponen a la privatización de Pemex y quienes la impulsan y la concretan día a día. Cada vez que se sugiere alguna iniciativa de ley destinada a afectar los intereses del narcotráfico (casi siempre provienen del Poder Ejecutivo), saltan a la palestra legisladores priístas que se oponen afiebradamente a ella. No distinguir la distinción es suprimir la condición básica de la reflexión sobre el orden de lo político. Porque el reino de la política está fundado, incluso en el deteriorado estado en que se encuentra entre nosotros, en el primado de la diferencia. Y sólo a partir de ella es efectivamente posible iniciar una cabal y correcta comprensión de sus complejos flujos y reflujos.

Y sin embargo, la imagen general que ofrece la sociedad política actualmente es la del interminable vaivén de quienes nunca aciertan a condensar voluntades en las que el conflicto se transforme en la capacidad del Estado para impulsar las mejores fuerzas e ímpetus que provienen de la sociedad.

No se trata, obviamente, tan sólo de una imagen. La clase política que surgió en 1988 se encuentra en una franca decadencia, de su seno no logra emerger más que una separación cada vez más pronunciada entre su distrábico accionar y las expectativas de la sociedad, y la posibilidad de que su transformación provenga de sus propias filas es cada día vez más remota. En los 20 años que ya nos separan de esa fecha, nunca logró proponer una reforma de Estado que adecuara las antiguas instituciones a la nueva pluralidad emergente, sus prácticas al ánimo de las exigencias de transparencia, y sus centros de mando a los retos de la modernización.

Hoy el dilema ya no reside entre éste o aquel partido, sino en un para-sistema que ha surgido como un pacto informal entre todos ellos para evadir el cómo hacer frente a los desafíos que proponen las transformaciones políticas de la última década.

Las elecciones de julio próximo son, en principio, aquellos en que el ciudadano orienta su voto no tanto a partir de los candidatos (como suele suceder en los comicios presidenciales), sino a lo largo de las vagas entidades que representan los partidos, como se espera de una votación destinada a modificar la composición del Congreso. Quien hoy en día propone la abstención en las esfera de las elecciones federales (y sólo en ella) como un no-voto para impugnar a esa deteriorada sociedad política tiene razones comprensibles.

Si la iniciativa del cambio ha quedado anegada entre los partidos mismos, de algún lugar tiene que provenir. Alguien debe tomar la iniciativa, no para impulsar la transformación de la vieja clase política, sino para propiciar su disolución, su remplazo por un nuevo arreglo. La abstención, se dirá, es una inocentada al respecto. Más aún: una inocentada peligrosa. El voto efectivo quedaría atrapado en las redes clientelares de los partidos (los tres grandes ya cuentan con ellas), que no dudarían en atribuirse resultados legítimos incluso con 70 por ciento de abstención. Un argumento justo si la abstención consistiera tan sólo en un no-ir-a-las-urnas.

Pero hay formas activas de abstención que sirven no para inmovilizar, sí para servir de detonadores contra quienes esperan el simple pliegue de la ciudadanía a un ritual que está perdiendo rápidamente sentido. Si la abstención es vista como un referendo, un no al estado actual de cosas, cruzar el voto con esta consigna implicaría una convocatoria a otro espacio de acción. Una abstención que no redunde en nuevos espacios de acción traería, obviamente, los resultados contrarios. No así un ejercicio que se convierta en una reflexión que sea a la vez una impugnación. Y cómo impugnar a una sociedad política entera más que llamando a cuestionar a su práctica principal, que es la imposibilidad de poner a revisión ciudadana a quienes detentan los cargos que la misma elección les ha conferido.

No contamos con un sistema parlamentario que provoque nuevas elecciones cuando el Poder Ejecutivo se revela incapaz de hacer frente a sus tareas. Tampoco contamos con ese raro sistema bicamaral francés que hace las veces de un poder que define los límites de quien no supo o no pudo ejercer su mandato. Queda entonces el referendo, tal y como aconteció en Bolivia hace poco, en que el mandato presidencial fue sometido a una prueba ciudadana.