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Edipo, reloaded

La culpa es del Oráculo

S

inopsis del capítulo anterior, por si se lo perdieron: Laio, rey de Tebas, se casa con Yocasta, y como no pueden tener bebés, acuden al Oráculo de Delfos para que les diga qué onda. La pitonisa de turno les advierte que engendrarán a un niño que matará a su padre y se casará con su madre. Poco después, la reina se embaraza, pare a un chamaco, y el papá, temeroso de que ocurra lo que le dijeron, ordena que maten al crío, pero el encargado de ejecutar semejante cosa decide llevarlo al monte Citerón, donde lo abandona, colgado de las patas como un queso provolone. Un pastor encuentra al niño, lo desata y se lo regala a Pólibo y a Mérope, reyes de Corinto. La señora lo bautiza Oidipus (el de los pies hinchados) y lo cría como si fuera suyo. Cuando Edipo crece, es objeto de burlas que ponen en duda su origen y, para salir de dudas, va a Delfos, donde el oráculo le dice que está destinado a asesinar a papá y a casarse con mamá. Aterrado ante la perspectiva, huye de Corinto, vaga por ahí y, en una de ésas, se topa con un carro tirado por mulas y custodiado por cinco guaruras. El propietario del transporte le ordena, de mala manera, que le deje el paso libre. El joven se saca de onda, se hace de palabras con el señor y sus guardaespaldas, se van a los golpes y Edipo mata a sus seis rivales, sin sospechar que el muerto más importante es Laio, su padre. Tras la defunción, el reino de Tebas se ve azotado por un monstruo horrible con cabeza y pechos de mujer, cuerpo de perro, garras de león, alas de águila y una cola con punta venenosa: chán chááán, con ustedes... ¡La Esfinge!

Creonte, hermano de Yocasta, y quien se ha pasado de listo asumiendo las funciones de rey tras la muerte de Laio, ofrece la corona de Tebas y la mano (y algo más) de su hermana a quien logre acabar con semejante azote. Edipo llega al reino, se ofrece de voluntario, va en busca del monstruo y le contesta correctamente un par de acertijos, ante lo cual La Esfinge, muy deprimida, se avienta por un barranco y muere. Entonces el joven reclama sus premios y, ¡cuas!, que, sin saberlo, empieza a tener bebitos con su propia mamá: Eteocles, Polinices, Ismene, Antígona... El incesto engorila a los dioses, quienes envían sobre Tebas una terrible epidemia (sida no, que aún no se inventaba) y el rey Edipo, en vez de preguntarse ¿y yo, por qué?, toma cartas en el asunto y acude al adivinador Tiresias, quien le da unas claves que le permiten descubrir toda la neta y se arma la bronquísima: Yocasta se cuelga de una viga, Edipo se arranca los ojos y es expulsado del reino, y el único ganancioso es Creonte, cuyo nombre ha sido usado por Manuel Rivas para tipificar el complejo que padecen quienes llegan al poder por vías deshonestas y luego asumen una amnesia retrógrada con el afán de borrar (o no hurgar en) las huellas del pasado: desde negarse a investigar desapariciones hasta quemar las boletas electorales, por ejemplo. Y no se pierda el próximo capítulo.

Se ha dicho que Edipo no pudo experimentar el complejo que lleva su nombre, o no en todo caso orientado hacia su madre, pues no la conoció como tal sino en su condición de una viuda buenona y poderosa, deseable tanto por dictados de la hormona como por cálculos de carrera política. Tal vez el mito original esté más relacionado con asuntos sucesorios del poder que con impulsos sexuales primarios, y podría ser una versión para mortales de las fregaderas que se hacían padres e hijos divinos: Urano a Cronos, Cronos a Urano, Cronos a Zeus y Zeus a Cronos: derrocarse, castrarse, devorarse, cosas así. Se puede ver en la leyenda una alegoría sobre el poder del destino y, con los ojos de nuestra época, una metáfora de los riesgos de la desinformación: habría bastado con que la sibila chambona que le tocó a Edipo en Delfos hubiese hecho la caridad de soltarle la sopa completa (sí, mira, el rollo es que vas a matar a tu padre y a casarte con tu madre, pero tú eres hijo de Layo y de Yocasta, no de Pólibo y de Mérope, así que aguas) para que el joven se olvidara de aventuras extrañas y se quedara en Corinto, en su condición de hijo adoptivo. Pero el joven actuó a ciegas (el que posteriormente se hubiese sacado los ojos viene a ser la formalización de esa circunstancia) y pasó lo que pasó. Así que tal vez la gran moraleja de la historia sea que, si no quieren destrozarse la vida, no le hagan el menor caso a las indicaciones de la Torre de Control situada en Delfos.

Foto
La Esfinge con el interfecto, en un cuadro de Gustave Moreau (fragmento)

Pero Freud decidió ponerle el nombre de Edipo a una pulsión universal –según esto, la experimentaban hombres y mujeres, otomíes y otomanos, gays y bugas, panistas y perredistas, el Papa y el Dalai Lama– por acostarse con mami y destronar a papi y que, de paso, sirve para resolver profundas cuestiones de identidad. Carl Jung formuló luego que las mujeres hacen las cosas a su manera y que más bien se sienten atraídas por el padre y rivalizan con la madre (complejo de Electra), pero al venerable ruco vienés no le gustó la idea, y desde entonces la discusión está servida. Después, Malinowski demostró, con pruebas en la mano, que el complejo no es tan universal y que hay sociedades en las que los conceptos freudianos del rollo edípico simplemente no aplican, o bien tienen lugar en forma distinta a como quería don Segismundo. En todo caso, uno se pregunta si, desde el punto de vista sicoanalítico, Edipo, en vez de orientar su ídem hacia su madre biológica, no lo habría dirigido hacia Mérope, quien, de bebé, lo arrulló, le limpió la caca y le testereó los destos (significado de testerear y otros links, en el blog).

Con las generaciones de hoy en día la historia de Edipo es impensable porque si el joven residente de Corinto experimenta dudas sobre su origen no irá a Delfos a que le digan verdades a medias sino a hacerse pruebas de ADN en un laboratorio y luego, con documentos en mano, y sin andar por los caminos matando a papás desconocidos, acudirá directamente al palacio tebano, se presentará ante su progenitor y le espetará:

–Yo quiero esa silla donde estás sentado tú. Ya me toca.

Laio, un hombre experimentado y sagaz, quien de seguro ha asistido a algunos diplomados de técnicas de negociación y solución de conflictos, responderá al joven impetuoso: Saluda primero, ¿no? ¿Cómo te ha ido? –y al notar que su vástago no anda de pulgas para cumplidos y pláticas, irá al grano: A ver, Edipo: tú lo que quieres es el poder. ¿No te interesaría compartirlo? Estoy un tanto desbordado por mis tareas, y...

–Na, na, na: lo quiero todo. Ni creas que me conformaré con ser tu ayudante.

–Muy bien –replica Laio, iluminado por la súbita perspectiva de una jubilación padrísima (se ve a sí mismo escribiendo sus memorias y dedicado, ¡por fin!, a las manualidades de Mecánica Popular) y bendice el momento en que engendró al mocetón impertinente. En su interior, las bases para un acuerdo están sentadas. Aunque, epa, falta el punto más espinoso:

–¿Y con Yocasta, qué? ¿También quieres hacerla tu mujer?

–Pero qué te pasa –responde el muchacho, muy seguro de sí mismo–. Tú eres el único que aguanta a esa señora fofa, parlanchina, regañona y que no entiende nada de nada. Ah, y además, es mi madre, no la friegues.

El viejo soberano se siente inquieto al escuchar aquello, pues leyó por ahí que no hay hombre que no convierta a su progenitora en primer objeto amoroso y en motivo de deseo, y que eso es necesario para el sano desarrollo de la personalidad.

–¿Cómo? ¿Y entonces en quién has depositado tu fijación edípica?

–Pues... la que me movía la hormona de chavito era mi tía Queta, que estaba más joven, olía bien rico y era buena onda...

Tiene toda la razón, piensa Laio, reconfortado, y se dispone a convocar a una sesión fraudulenta del consejo de administración para ceder sus acciones al vástago recuperado; se felicita porque se irán al caño las taimadas ambiciones de Creonte –ese cuñado incómodo– y se dice a sí mismo: Lo que sigue va a estar más aburrido que los últimos siglos de la historia suiza. Pero qué bueno.