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Domingo 8 de marzo de 2009 Num: 731

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Darwin
y El viaje de la Beagle

Ricardo Bada

Estoy leyendo desde hace unos días El viaje de la Beagle, el diario de viaje de Charles Darwin alrededor del mundo, entre 1831 y 1836, de sus veintidós a sus veintisiete años; el viaje que le permitió hacer las observaciones en que se basaría para su teoría del origen de las especies. Es un libro en verdad maravilloso. Por el simple placer de hacerlo, traduzco el párrafo de su llegada a Brasil, a Salvador de Bahía, el 29 de febrero de 1832 :

Encanto sólo es una palabra débil para expresar los sentimientos de un naturalista que pasea por primera vez por un bosque brasileño. La elegancia de las hierbas, la novedad de las plantas parásitas, la belleza de las flores, el centelleante verde del follaje, y sobre todo la general exuberancia de la vegetación, me llenaron de admiración. Una mezcla altamente paradójica de sonido y silencio impregna las partes umbrías del bosque. El ruido de los insectos es tan fuerte que hasta puede ser percibido desde un barco fondeado a varios cientos de yardas de la costa; en el recogimiento del bosque, en cambio, parece dominar por el contrario un silencio total. Para alguien que ame la Historia Natural , un día como éste le depara una alegría más profunda de lo que jamás pueda llegar a esperar.


Beagle en Tierra de Fuego

Llego a la mitad del diario de viaje de Darwin, El viaje de la Beagle. Acaban de dejar atrás el estrecho de Magallanes. Regreso a una nota a pie de página donde habla de Fueguia (él escribe Fuegia), la muchacha fueguina que había vivido un tiempo en Inglaterra y que, junto con otros dos fueguinos, también llevados a Londres por la anterior expedición, ahora regresaba a su tierra natal, a bordo de la Beagle. Allí fueron devueltos los tres por el capitán de la expedición. Cuando años después prepara la edición de su diario, Darwin añade la siguiente nota a pie de página en este episodio:

El capitán Sullivan, que desde su viaje con la Beagle estuvo ocupándose del levantamiento topográfico de las islas Malvinas, oyó en 1842 (?) de labios de un cazador de focas, que en el límite occidental del estrecho de Magallanes había subido a bordo de su barco una nativa que hablaba un poco de inglés. Era sin sombra de dudas Fueguia Basket. Vivió (me temo que esta palabra posiblemente oculta una doble interpretación) algunos días a bordo.

Nota bene: Lógicamente, donde traduje “Malvinas”, Darwin escribió “Falkland”. Aunque en el fondo sigo creyendo, como Felipe Boso, que si las Malvinas se llamasen Malvanas, Malvenas, Malvonas o Malvunas, es decir, si su nombre no rimase con “argentinas”, jamás hubieran sido reclamadas por Buenos Aires.

En Chile, con Darwin. En una excursión al Cerro Campana, anota lo siguiente :

Los guasos chilenos [Darwin no escribe “huasos”], quienes equivaldrían a los gauchos en la Pampa , son de una manera de ser completamente distinta. Chile es el más civilizado de ambos países, y en consecuencia sus habitantes han perdido una parte considerable de su carácter individual. Las distinciones de rango están más marcadas: el guaso no considera en modo alguno a todos como sus iguales, y me sorprendió mucho que mis acompañantes no quisieran comer conmigo y al mismo tiempo. Este sentimiento de desigualdad es una consecuencia necesaria de que existe una aristocracia de la riqueza. Dicen que hay unos pocos latifundistas que poseen rentas de 5.000 £ y 10.000 £ anuales, una desigualdad en la riqueza que uno no encuentra, creo yo, en ninguno de los ganaderos del lado oriental de los Andes.


Primera edición de El origen de las especies

Es interesante la reflexión si se piensa en las rentas de 5 mil £ y 10 mil £ anuales que poseen respectivamente Mr. Bingley y Mr. Darcy, los adinerados ingleses de Pride and Prejudice.

La novela de Jane Austen es de 1813, sólo veinte años anterior al viaje de Darwin.

Sigo con el diario del viaje de Darwin. Acaba de pasar por la experiencia casi mística de las Galápagos y sus descubrimientos en ella, que servirían de inspiración y base a El origen de las especies. Ahora va en la Beagle camino de Tahití, para lo cual atraviesa el Archipiélago Bajo o Peligroso, como se conocía a Tuamotú a causa de la escasa altura de sus islas y de sus mil y un insidiosos arrecifes. Dice Darwin :

Vimos numerosos de ésos notablemente curiosos anillos de tierra coralina a escasa altura por encima del nivel del mar, los cuales son llamados “islas lagunas”. Una larga y resplandeciente playa blanca está cubierta por un festón de vegetación verde, la línea se adelgaza rápidamente en ambas direcciones y desaparece tras el horizonte. Desde el tope del mástil puede distinguirse en el centro de ese anillo una gran extensión de agua tersa. Estas islas bajas y huecas no están en proporción alguna con el inmenso océano del que de súbito se alzan, y parece maravilloso que semejantes débiles intrusos no sean sepultados bajo las todopoderosas y jamás desfallecientes olas del gran mar falsamente llamado Pacífico.

Lo que este párrafo nos enseña es que aún no debía ser usual (o conocida) la palabra “atolón”.

Darwin en Tahití:


Darwin en 1840

Nada me ha alegrado más que sus habitantes. En la expresión de sus rostros hay una dulzura que prohíbe de entrada pensar en lo salvaje, y una inteligencia que muestra que se adelantan en la civilización. La gente normal deja completamente desnuda la parte superior del cuerpo durante el trabajo, y justo así se muestran los tahitianos del modo más favorable. Son muy altos, anchos de hombros, atléticos y bien proporcionados. Se dice que el ojo del europeo necesita acostumbrarse muy poco tiempo para que le resulte más agradable y natural una piel oscura que su propio color. Un blanco bañándose al lado de un tahitiano es como una planta empalidecida por el arte del jardinero comparada con otra hermosa, verde oscura, que crece pujante en un descampado. La mayoría de los hombres van tatuados, y esos ornamentos acompañan con tal gracia el dinamismo del cuerpo que el efecto es muy elegante. Un dibujo frecuente, que varía en sus pormenores, recuerda la copa de una palmera. Brota de la línea media de la espalda y se expande atractivamente hacia ambos costados. La comparación puede resultar sorprendente, pero encontré que el cuerpo de un hombre exornado de esa manera parecía el tronco de un árbol noble, abrazado por una planta trepadora.

Weiß/Colonia, 27.11.

Darwin llega con la Beagle a Sydney: “En la tarde estuve paseando por la ciudad y regresé lleno de admiración por el lugar. Es un testimonio completamente extraordinario de la potencia de la nación británica. Aquí, en una tierra bastante menos prometedora, se ha conseguido mucho más en algunas docenas de años que durante la misma cantidad de siglos en Sudamérica.”

Esta es una afirmación bastante poco científica, diría yo. ¿Algunas docenas de siglos?¿Cuántas? Hasta el buen Charles Darwin pierde el buen sentido cuando entra en juego el nacionalismo. Qué horror...

La lectura del capítulo australiano del diario de viaje de Darwin me ha hecho recordar la novela El taparrabo (A Fringe of Leaves), de Patrick White, que tanto me impresionó en su día, hace unos veinte años, cuando se tradujo al alemán. Creo que no está traducida al español. Cuenta la odisea de una mujer inglesa, a mediados del siglo XIX, cuando el barco en que viaja naufraga frente a las costas de Australia. Cuenta cómo sobrevive, entre los aborígenes, al final desnuda, sólo cubierta por esa mínima prenda que da título a la narración. Me dije entonces que sólo un homosexual, como White lo era, estaba en condiciones de subsumirse en la piel de una mujer en esas condiciones, de poder ser “la otra” entre “los otros”, de narrar su voluntad de sobrevivir en un medio hostil y de descubrir de paso su propia sexualidad, aherrojada hasta entonces por las convenciones sociales. Qué curioso, dicho sea de paso, el destino de Patrick White: si no le hubieran concedido el Nobel ¿lo habríamos leído alguna vez? En Alemania sólo había un libro suyo traducido entonces, en 1983, y por cierto que por el matrimonio Böll: The Tree of Man.


Darwin en caricatura de la época

Debo rectificar mi precipitada observación de hace unos días, acerca de que en los tiempos de Darwin aún no debía ser usual (o conocida) la palabra “atolón”. El 1 de abril de 1836, cuando la Beagle llega en el océano Índico a las islas Cocos –o Keeling–, Darwin anota : “ Es una de las islas lagunas (o atolones) de formaciones de coral parecidas a las del Archipiélago Bajo, cerca del cual pasamos.” O sea, que conocida sí que lo era, aun cuando quizás no usual. En cualquier caso, en el Diccionario de Autoridades, de 1726, la voz no figura todavía. Y en el Covarrubias, claro está, mucho menos.

Escribe Darwin:

12 de abril: Por la mañana abandonamos la laguna en dirección a la Isle de France [Mauritius]. Estoy contento de que hayamos visitado estas islas [las Cocos o Keeling]: semejantes formaciones ocupan sin duda alguna un rango de los más elevados entre las cosas maravillosas de este mundo. Con una sonda de 7.200 pies y a una distancia de sólo 2.200 yardas de la costa, el capitán Fitz Roy no encontró fondo: la isla configura pues una alta montaña submarina cuyas laderas están más cortadas a plomo que los más abruptos cráteres volcánicos. La cumbre en forma de platillo de una taza tiene un diámetro de casi diez millas, y cada uno de sus átomos, desde la más ínfima partícula hasta el mayor pedazo de roca en este gran hacinamiento –que sin embargo es pequeño en comparación con otros atolones–, lleva la marca de haber sido fijado en una estructura orgánica. Nos sorprendemos cuando los viajeros nos informan de las gigantescas medidas de las pirámides y de otras grandes ruinas, ¡pero cuán completamente insignificantes son las mayores de ellas, comparadas con estas montañas de piedra que se han acumulado gracias a la acción de diferentes moluscos diminutos! Este es un milagro que al pronto no sume en el asombro los ojos del cuerpo, pero sí, luego de alguna reflexión, los del entendimiento.

Juraría que el raro encanto poético de esta página reside en una mezcla de la visión de Darwin, en su saber redimensionarnos a las pirámides en comparación con la grandeza de la naturaleza, y el lenguaje métrico, expresado en pies, yardas y millas. Si los 7 mil 200 pies se convirtieran de pronto en 2 mil 202 metros , las 2 mil 200 yardas en 2 mil metros, y las 10 millas en 16 kilómetros , diría yo que el sabor del texto perdería considerablemente. Sería algo así como un alioli sin ajo.

Darwin, en Santa Helena, se aloja en una casa que describe como situada “a un tiro de piedra de la tumba de Napoleón”. Lo interesante de este detalle se esconde en una nota a pie de página donde dice: “Tras los elocuentes volúmenes que se han explayado acerca de este tema, resulta peligroso el mero hecho de mencionar la tumba. Un viajero moderno sobrecarga a la pequeña y pobre isla, en doce líneas, con los siguientes títulos: ¡Es tumba, panteón, pirámide, cementerio, cripta, catacumba, sarcófago, alminar y mausoleo!”

Todavía en Santa Helena, un nuevo comentario de Darwin:

La única incomodidad durante mis excursiones fueron los vientos desatados. Uno de los días observé algo extraño: me hallaba al borde de una llanura limitada por un gran declive de aproximadamente mil pies de profundidad, cuando vi a barlovento, a una distancia de pocas yardas, algunas golondrinas de mar luchando contra una brisa muy poderosa, mientras que el aire, allí donde yo me encontraba, estaba completamente tranquilo. Me acerqué hasta el borde del precipicio, donde la corriente de aire era desviada hacia arriba por el frente del acantilado, extendí mi brazo y percibí enseguida toda la potencia del viento. Una barrera invisible de dos yardas de ancho separaba una calma chicha completa de una fuerte corriente de aire.

Los ojos de los científicos, me digo, ven –literalmente– lo que el común mortal nunca sería capaz de ver, o quizás sí, pero sin pararse a averiguar la causa.