Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 16 de noviembre de 2008 Num: 715

Portada

Presentación

Bazar de asombros
HUGO GUTIÉRREZ VEGA

Viajando
(cuentos cortos alternativos: el lector decide cuál final prefiere)

RICARDO GUZMÁN WOLFFER

Versos, 2
TITOS PATRIKIOS

El arte olvidado de la conversación
ADRIANA KOLOFFON entrevista con ROB RIEMEN

Raymond Carver, poeta del “realismo sucio”
ENRIQUE LÓPEZ AGUILAR

La mentira
RAYMOND CARVER

Los rayos gamma en 2012
NORMA ÁVILA JIMÉNEZ

Leer

Columnas:
La Casa Sosegada
JAVIER SICILIA

Las Rayas de la Cebra
VERÓNICA MURGUíA

Bemol Sostenido
ALONSO ARREOLA

Cinexcusas
LUIS TOVAR

Corporal
MANUEL STEPHENS

El Mono de Alambre
NOÉ MORALES MUÑOZ

Cabezalcubo
JORGE MOCH

Mentiras Transparentes
FELIPE GARRIDO

Al Vuelo
ROGELIO GUEDEA


Directorio
Núm. anteriores
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Verónica Murguía

Un paseo por el Vogue

Por razones familiares que sería tedioso explicar, yo crecí en una casa donde cada mes se compraba el Vogue en la edición estadunidense. Cada mes el pariente aficionado a esta lectura dejaba encima de la mesa del comedor el grueso ejemplar impreso en papel couché, repleto de fotografías de guapas demasiado flacas y anuncios de cosméticos milagrosos. Yo me lo bebía de un sorbo, generalmente en una tarde, pasmada por la ropa, las modelos y los precios de los zapatos.

Es una adicción de la que jamás me he podido librar. Aun en las temporadas de penuria económica me las he arreglado para comprarlo, aunque después mi pobre marido se queje de las torres altísimas de Vogues que se acumulan junto a la puerta de la sala, esperando el momento de ser reciclados y yo me lamente en silencio por haber gastado en la revista el dinero de la tintorería.

Me proporciona miles de sabidurías inútiles: que si Karl Lagerfeld, el director de Chanel –quien por cierto jamás se quita los lentes oscuros y se viste como un punk senil– se mandó hacer un museo itinerante con un sofá que parece ¡una cartera!; que si el doctor Brandt, el más conocido dermatólogo de los ricos, les pone silicona a las viejitas millonarias en las manos para que no se les hagan como de pollo; que si el diseñador favorito de los republicanos es Óscar de la Renta; que si Miuccia Prada exhibió en su museo de Milán la obra vanguardista e inquietante de la sueca Nathalie Djuberg, o si Stefano Pilati está usando los archivos de Yves Saint Laurent para la colección de otoño. Eso, claro, sólo me llena la cabeza de información que no sirve de nada. ¡Y el lenguaje! Los escritores no tienen recato: las hombreras son relevantes; el zapato está descontextualizado; hay glosas de temporadas anteriores; la ropa se desconstruye o se llena de referencias. Como si hablaran de un poema.

Huelga decir que jamás he comprado nada de lo allí anunciado, pues no me alcanzaría ni para una agujeta. Tampoco me creo ni por un momento las portentosas virtudes de las cosméticos y tratamientos que mes con mes se difunden para que las mujeres sigamos haciendo ricos a los fabricantes mientras buscamos la cura para la celulitis y las patas de gallo. Todo es mentira. Una tarde en París, mi marido y yo tropezamos con una sesión de fotos. La hermosa melena de la modelo flotaba gracias a un ventilador. Una asistente, fuera de cámara por supuesto, tiraba de la falda para que la tela saliera en la foto sin una arruga.

Había allí, además del fotógrafo y los iluminadores, maquillistas, peinadores, el señor del ventilador, la señorita que jalaba la falda, personas que le ponían clips al saco para que se ciñera a la cintura de la muchacha, otros que pulían el charol de la bolsa cada cinco minutos con un paño aceitado. Todo era tan artificioso como un espectáculo de magia, e igualmente hipnótico. Pero imagínese el lector la desilusión de quien compre la falda o el saco, esperando verse como la modelo. Se mirarán al espejo y la falda tendrá arrugas, el saco no revelará una cintura brevísima y el charol no será tan brilloso. Y habrá pagado por su ropa miles y miles de dólares.

Durante un tiempo inventé excusas que darles a mis amigos por mi afición: les decía, la muy hipócrita, que lo compraba por los artículos, igualita a los señores que compran el Playboy y se evaden con el mismo pretexto. Hay buenos colaboradores: Jeffrey Steingarten, el encargado de escribir sobre comida, es un genio. Va por el mundo comiendo lo que le pongan enfrente y, sólo en México, ante un taco de jumiles que se salieron de la tortilla y se le metieron en la axila por el puño de la camisa, fue derrotado. Antes comió sesos en Francia, perro en China, cucaracha en Tailandia y chango en Veracruz. Hace helado, chicharrón y morcilla en la cocina de su casa. Pero no compro el Vogue por él. La verdad es que lo compro porque es como leer un reporte de un mundo lejano a éste, donde lo que importa es el largo de la manga, el color de los botones o el corte de la falda.

Un mundo alelado y pueril, en el que los habitantes se consuelan de sus desgracias comprándose un abrigo de Marc Jacobs, o se les revela su identidad gracias a unas botas, unas mallas de colores o un vestido de novia. Fantasioso, frívolo, banal, ilustrado con bellas y astutas fotos, el Vogue no tiene nada que ver con mi realidad y, si me apuran, con la de nadie. Por eso lo compro.