Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 16 de noviembre de 2008 Num: 715

Portada

Presentación

Bazar de asombros
HUGO GUTIÉRREZ VEGA

Viajando
(cuentos cortos alternativos: el lector decide cuál final prefiere)

RICARDO GUZMÁN WOLFFER

Versos, 2
TITOS PATRIKIOS

El arte olvidado de la conversación
ADRIANA KOLOFFON entrevista con ROB RIEMEN

Raymond Carver, poeta del “realismo sucio”
ENRIQUE LÓPEZ AGUILAR

La mentira
RAYMOND CARVER

Los rayos gamma en 2012
NORMA ÁVILA JIMÉNEZ

Leer

Columnas:
La Casa Sosegada
JAVIER SICILIA

Las Rayas de la Cebra
VERÓNICA MURGUíA

Bemol Sostenido
ALONSO ARREOLA

Cinexcusas
LUIS TOVAR

Corporal
MANUEL STEPHENS

El Mono de Alambre
NOÉ MORALES MUÑOZ

Cabezalcubo
JORGE MOCH

Mentiras Transparentes
FELIPE GARRIDO

Al Vuelo
ROGELIO GUEDEA


Directorio
Núm. anteriores
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DON, REGALO, AMOR

RAÚL OLVERA MIJARES


Los caminos de Juárez,
Andrés Henestrosa,
Fondo de Cultura Económica,
México, 2006.

Pocos hombres de letras completan un ciento de primaveras. La vida y obra de Andrés Henestrosa (1906-2008) conoció varios superlativos: literarios, filológicos, como coleccionista de incunables y ediciones raras. Su biblioteca, en vida de él, se contaba como una de las más selectas entre los escritores. Quién mejor, entonces, que un hermano de raza y de oficio, el de escribiente, para componer una obra sobre Juárez. Zapotecos ambos, uno de la sierra y otro del Istmo, Juárez y Henestrosa son dos mexicanos antiguos y, al mismo tiempo, modernos. Antiguos como los primeros pobladores de este ombligo del mundo que es México. Modernos, pues aprendieron la lengua de Castilla mejor que sus hermanos criollos o mestizos e incluso no pocos peninsulares. Varones que valían por tres, por cuatro o por más: poseedores del zapoteco en varios de sus dialectos, el latín, el francés y, en cierta medida, el inglés. Los caminos de Juárez, un opúsculo editado originalmente en 1972, no pierde vigencia. La prosa ágil, castiza, plagada de frases breves y sentenciosas, vuelve ejemplar el estilo del escritor oriundo de San Francisco Ixhuatán, quien se propone bosquejar en una serie de estampas de creación, informadas de citas de biografías y consideraciones de índole histórica, una pequeña gran obra acerca de un prócer de la patria. Juárez fue muchas cosas, unas muy malas y otras muy buenas, dependiendo del lado desde donde se juzgue: el de los pobres reivindicados o el de los ricos desposeídos. Con los nuevos gobiernos de la transición, las aras que la patria mantenía encendidas con el fuego sacro se han descuidado. La lectura tradicional de los conservadores, los fieles religiosos y los privilegiados se ha puesto otra vez en boga: Juárez como el hereje, el enajenador de los bienes eclesiales, el ateo, el exiliado en trato con masones del mundo anglosajón, el regicida y mancillador de la Casa de Habsburgo.

Andrés Henestrosa, no sin cierta socarronería bucólica, nos lleva al ojo azul, que eso es lo que significa Guelatao, el lugar de nacimiento de indiezuelo o el indiecito, como se refiere a Benito Pablo. Indito implicaría el diminutivo consuetudinario que ha cobrado más bien matices peyorativos. La legendaria pérdida de una oveja, que empujaría al huérfano pastorcillo a abandonar el terruño y casa de su tío Bernardino, produciría varias y contradictorias explicaciones: algunos piensan que rehuía el castigo, justo o inmerecido; otros, que vendió el animal y algunos más que lo regaló, solidario con los insurgentes. Justo Sierra, basado en testimonios escritos dejados por el mismo Juárez, dice que no fue un corderillo, sino más bien unas mazorcas que Benito tomó para salvar a un amigo.

El caso es que el niño viene a dar a la antigua Antequera, la ciudad de Oaxaca, al lado de su hermana quien servía en casa de los Maza, naturales de Génova. La leyenda dorada en torno a Benito se confunde con una suerte de hagiografía profana, donde se ve al niño convertirse en bachiller, abogado, gobernador, juez y primer mandatario de un régimen itinerante por medio territorio nacional, que en plena Intervención le valía para que le abrieran las puertas en ciertos lugares, como Saltillo, y se la cerraran en otros, como en Monterrey. Inmenso legado el de una nación, Oaxaca (más bien varias naciones reunidas: zapotecos, mixtecos, mijes, suaves y otros), al acervo común del México antiguo y moderno, nación de grandes orfebres, talladores de piedra, alfareros, músicos y hombres de saber, donde la palabra guendalizá, o más modernamente guelaguetza, significa don, regalo, amor.


LA LEY SHAKESPEARE

JORGE A. GUDIÑO


La máquina Hamlet/Die Hamletmaschine,
Heiner Muller,
La Cifra Editorial,
México, 2008.

Occidente no tuvo que esperar a Harold Bloom para entender los alcances del drama humano presente en la obra shakespeariana, ni el lugar central que ocupa en el canon de Occidente. Shakespeare no sólo ha significado el descubrimiento de la verdadera dimensión humana del personaje literario, sino una larga cadena –apenas atribuible a alguien concreto– de leyes invisibles e inmutables de actuación, de estructuración, de adaptación, de teatralidad. La ley Shakespeare es una ley respetada y una línea cultural de comportamiento. La cadena de significaciones unidas a la práctica y la lectura del autor de Hamlet es un fundamento ideológico occidental.

Después de la irrupción de las vanguardias históricas, ningún canon sobrevivió intacto, aunque una vez disuelto el gesto rupturista, la tradición resurgió contrastada, enriquecida y aún más canónica. Tal es la dialéctica de la confrontación, quizá el mejor remedio para permitir la continuidad de las sociedades conservadoras. La academia sobrevivió a la ruptura e integró los discursos de la vanguardia a su burocracia activa. Tal vez Heiner Müller es una de las pocas figuras que lograron conservar, con Artaud, el verdadero gesto de la inconformidad cultural y transformarlo en una activa resistencia artística y vital.

Hamlet, ese gran engendrador de la cultura dominante, es el centro de La máquina Hamlet, obra seminal y visionaria. Muchos conocen La máquina Hamlet, incluso es paso obligado en los círculos más estrictos de la teatralidad en México pero, consecuentemente y en perfecto acuerdo con su naturaleza confrontadora, nadie ha intentado ofrecer una edición oficial a los lectores menos especializados.

Lo anterior es comprensible, pues la obra es brevísima, compleja, y se considera valiosa sólo para ser representada mas no para ser leída. Sin embargo, esta nueva edición de la obra de Müller intenta conservar su dinamismo en un texto cambiante y un diseño textual que varía los espacios vacíos y los tamaños de letra, como si cada página fuera una propuesta escénica cambiante y rítmica. Al parecer, no hay otra manera de leerla.

En términos estrictos, Müller aborda los mitos hamletianos del incesto, el poder y la locura, desde la perspectiva de la implacable cultura mediática y de una realidad apenas discernible de los códigos culturales que se han impuesto a partir del canon occidental y la ideología capitalista.

El Hamlet de Hamletmaschine es un personaje aniquilado, un emisario de la enajenación y la imposición. Más allá de él, voz autoconsciente, no hay personajes discernibles, y las escenas aparecen fragmentadas por la imposibilidad de hilar un discurso sin estar, al mismo tiempo, alienándolo.

Ya serán los lectores quienes decidan el tino en la elección de los pasajes visuales que propone esta versión, aunque se recibe con beneplácito la posibilidad de leer esta obra desde una perspectiva original y consecuente.


BALAS DE TINTA Y PALABRAS DE PLATA

JORGE MOCH


Balas de plata,
Élmer Mendoza,
Tusquets,
México, 2008.

Estas líneas, más que reseña formal, son encomio de lector porque refieren una espléndida novela que mantiene eficientemente la tensión narrativa y al mismo tiempo incorpora un humor negro del que su autor es viejo artífice, así que estrangula la tesis atorrante de algunos críticos cuando pontifican que la novela hispanoamericana está muerta. Otra razón subjetiva es mi amistad personal con el autor, y no me voy a poner a hablar aquí, pero ya lo estoy haciendo, de su buen talante, de su irrecusable generosidad y sí, los buenos libros se deben cantar al viento, con mayor razón si además los escribe un amigo y contentos todos: el autor, sus lectores y hasta sus detractores, porque el éxito ajeno siempre irrita a uno que otro y así tendrán con qué ponerse a confeccionar diatribas.

A bocajarro, Élmer Mendoza ha entregado otra de sus novelas prodigiosas que inevitablemente ya no es suya: es de todos nosotros. De lo que sin duda mantiene la potestad es de ese estilo a veces inmisericorde con el lector que busque un parrafito dócil –Élmer ha domeñado los guiones y las comas a su antojo desde hace muchos libros, les enseñó a ser tipos ágiles, tramposos, sorprendentes, siempre danzando una peculiar coreografía no despojada de alguna malicia, de ganas de joder, de reencauzar la ortodoxia del lenguaje y las razones del lector–, y afortunadamente ha disparado de nuevo, con endemoniada puntería, esos finos estallos de su pluma que acrisola Balas de plata, su quinta novela. Para su lector, la hechura narrativa de Mendoza es algo que siempre sorprende y lo mismo se sufre que se goza que se queda con uno. No es gratuito que Balas de plata ganara el III Premio Tusquets Editores de Novela en noviembre del año pasado. Las novelas de Élmer tienen eso que ya quisiéramos muchos como autores y que tanto atesoramos sus lectores: son libros que no se olvidan porque nos convierten en cómplices de un crimen, de una burla, del sarcasmo delicioso y la exacta dosis de justicia poética que cruzan sus páginas como balas trazadoras en la negra noche.

Mendoza es un inveterado cronista. Por eso Balas de plata es de esas novelas que cumple con dos, antagónicas casi, funciones de la narrativa de largo aliento: entretener y ya, diría Alfonso Mateo-Sagasta, y ser constancia de un tiempo y circunstancia social determinados, replicaría Ryszard Kapuscinski.

En esta quinta entrega novelística, Mendoza vuelve a riscosos vericuetos de la sociedad que bien conoce y retrata: los de la cultura del narcotráfico y su inherente espiral de violencia en la colectividad mexicana, la fragmentación regionalista de un país que se empeña en negar en los medios su naturaleza violenta y pragmática para refrendarla brutalmente día a día en calles, zanjas y tumbas clandestinas a lo ancho y largo del territorio nacional pero especialmente en los estados del occidente entre los que desde luego destaca el terruño de Élmer: Culiacán y Sinaloa todo, sus rincones, sus barrios, sus plazas, sus serranías gobernadas con mano de hierro por ancestrales señores del trasiego de la droga hacia el más hambriento de sus mercados, el del norte, los Estados Unidos.

Una estupenda novela que destaca y destapa cómo, por más que el gobierno publicita una guerra perdida, el narco sigue dominando el mortal juego y que ningún destacamento, ningún operativo, ningún estamento ministerial y ningún berrinche de la presidencia puede contra la voluntad y la obcecación, forjadas del mismo plomo que constituye la punta de la mayoría de las municiones, de un viejo zorro narcotraficante y señor de vidas y territorios como es Marcelo Valdés, jefe de jefes, excepto cuando se topa con esa misma voluntad plomiza, ese mismo empecinamiento encarnado en Edgar “el Zurdo” Mendieta, curtido detective salido de las catacumbas de la policía judicial para emperrarse en no soltar cabos aunque en el transcurso de sus investigaciones y a pesar de atentados y humillaciones, o precisamente por eso, aprende que para curarse de un mal de amores a veces hay que pagar una traición con otra peor.

Por años Élmer nos ha buscado a los lectores provocándonos, y el que busca encuentra. Solamente resta esperar que esa adipsia de escritor, como dice Rosa Montero en La loca de la casa, “avidez profunda que nunca se sacia” de lectores sea correlativa y directamente proporcional a la avidez nuestra, de sus lectores, por hincar el diente en ese sello escritural único y propio. Algunos, mire usted, ya estamos salivando otra vez.



Muerte parcial,
Juan Villoro,
Ediciones El Milagro/Conaculta,
México, 2008.

El Milagro sigue haciéndole honor al nombre al editar, de manera consistente, obras de teatro. Ahora toca el turno al ex director de este suplemento, cuentista, novelista, cronista y ensayista que expande sus alcances con esta obra en un solo acto. Incluye un prólogo de Vicente Leñero.



Homo academicus,
Pierre Bourdieu,
Siglo XXI Editores,
Argentina, 2008.

Muerto hace seis años, el francés Bourdieau es una de las mentes más lúcidas e influyentes no sólo de la segunda mitad del siglo pasado, sino de los albores del que estamos viviendo. En este volumen, el filósofo realiza “una provocación, o mejor aún, una intervención política que busca quebrar la aceptación acrítica del mundo académico”.