Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 3 de agosto de 2008 Num: 700

Portada

Presentación

Bazar de asombros
HUGO GUTIÉRREZ VEGA

La ciudad y las patrullas
RICARDO GUZMÁN WOLFFER

Dos poemas
MANOLIS ANAGNOSTAKIS

Juan Vicente Melo, crítico de música
RAÚL OLVERA MIJARES

Brasil: el rugido del jaguar
GABRIEL COCIMANO

El Chacal de Nahueltoro sigue vigente
FABIÁN MUÑOZ entrevista con MIGUEL LITTIN

La antimodernidad de Barbey d'Aurevilly
ANDREAS KURZ

Retrato de Finnegan
JAMES JOYCE

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Columnas:
Mujeres Insumisas
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ALONSO ARREOLA

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A Lápiz
ENRIQUE LÓPEZ AGUILAR

Artes Visuales
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Directorio
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Antigüeva (III Y ÚLTIMA)

Nadie –y Todomundo menos que Nadie– se llamará a sorpresa cuando, una vez estrenada en cartelera comercial, a Familia Tortuga le vaya todo lo mal que irremediablemente le irá porque, a diferencia de las otras películas con las que competirá en pos del favor del público, y como se dijo aquí hace un par de semanas, Unoscuantos afirma que en ella “no pasa nada”.

Conviene recordar una vez más que, de acuerdo con esos pontificales asignadores de guillotinas a cualquier planteamiento anticonvencional, así como de beneplácitos al cine más trillado temática y formalmente, no pasar nada se cifra en la condición según la cual el filme en cuestión carece de al menos un elemento “inusual, extraordinario, sorprendente, pasmoso, rutilante o maravilloso”.

En efecto, nada tiene de inusual que, a partir de la muerte –aquí extradiegética– de la madre, una familia urbana de clase media baja asista a su propio resquebrajamiento. Tampoco resulta extraordinario, sino todo lo contrario, que a sus cuarenta y muchos el padre de esta familia sea una más de las innumerables víctimas del modelo económico neoliberal que, sin ningún empacho, relega al desempleo a mano de obra calificada y fuerte. A nadie sorprende, tampoco, que los hijos adolescentes de este núcleo familiar en crisis experimenten su propia crisis emocional, a lo que debe sumarse el agravante de no contar, dadas las circunstancias, con un asidero o un referente claros y estables. No es posible calificar de pasmosos el vacío y la ausencia que, inexorablemente, van instalándose en la casa familiar, puesto que son sólo la consecuencia lógica e inevitable de la diáspora psicológica, por nombrarla de algún modo, resultante de la incomunicación que los tiene atenazados y va convirtiéndolos en un conjunto de conocidos/desconocidos. De muchas otras cosas, pero no de rutilante, puede ser calificada la presencia e intervención en la trama del personaje más memorable de todos, un hombre viejo, solitario y poseedor de una ternura infinita, que pese a cierta deficiencia mental y al trato como de mueble que los demás le prodigan, se encarga de sostener lo poco que aún queda ahí de espíritu de familia. Mientras la timidez del hijo varón anda buscando darle cauce a sus impulsos sexuales como válvula de escape a la soledad; mientras la rabiosa altivez de la hija es alimentada por la infidelidad de una pareja que no vio en ella nada que lo impulsara a la solidaridad al menos; mientras la taciturnez del padre se traduce en tumbos alcohólicos y otros desfiguros que lo minimizan ante los ojos de los demás y ante los propios, el tío prepara huevos revueltos para el desayuno, hace la casa y se ocupa de la tortuga que desapareció en el jardín… nada, por cierto, que pueda uno englobar bajo el adjetivo “maravilloso”.

Rubén Imaz, el director, entendió perfectamente que a una trama cuyo principal sustento dramático radica en los estados de ánimo más que en los sucesos, le viene mejor un ritmo narrativo pausado, por momentos a punto de llegar a la inmovilidad, porque así se potencia en el espectador el sentimiento opresivo del cual son víctimas los personajes; tanto y tan eficazmente que, involucrado en la situación mucho más de lo que estaría dispuesto a reconocer, Todomundo empieza a sentir incómoda la butaca y, cuando menos se lo espera, tiene instalada en su mente la pregunta: ¿y a qué horas va a pasar algo?, porque muy dentro de él, y por pura profilaxia del subconsciente, se considera obligado a creer que lo cotidiano, de tan cotidiano, en realidad no sucede, aunque dicha cotidianidad rebose de problemas, angustias, rebeliones que agonizan e impotencias varias. Nadie, ni siquiera Todomundo, se atrevería a firmar un papel donde se dijera la mentira enorme de que la realidad, la que a cada individuo le toca vivir, gozar o sufrir, es intrascendente per se. La de Familia Tortuga es una realidad tan al alcance de la mano, contada sin la pirotecnia cinematográfica al uso, es decir sin filtros que la distorsionen, que pareciera quemarle los ojos a quienes ya se acostumbraron a ejercicios de ficción desasidos no de la realidad, sino de la más mínima verosimilitud.

Ah, pero como en Familia Tortuga nadie está salvando al mundo –vamos, ni siquiera una simple ciudad, por Gótica que sea–, ni hay balazos ni nada digno del epíteto “espectacular”, resulta que está de güeva … lo cual hace pensar a este sumeteclas –no suma-teclas, como quería un lector que amablemente externó hace poco su disgusto con estas líneas–, en que la güeva no está precisamente en las películas miradas, sino en los ojos de quien las mira.