Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 19 de agosto de 2007 Num: 650

Portada

Presentación

Bazar de asombros
HUGO GUTIÉRREZ VEGA

A cincuenta años de la muerte de Lowry
ALBERTO REBOLLO

La escena
MILTOS SAJTOURIS

James Ensor en Palacio Nacional
MARCO ANTONIO CAMPOS

Bergman, (1918-2007):
Qué hacemos acá

RICARDO BADA

El sueño que despierta
HUGO GUTIÉRREZ VEGA

Oscuramente, a través
del espejo

CARLOS BONFIL

In memoriam
Bergman y Antonioni

JOSÉ MARÍA ESPINAZA

Leer

Columnas:
Jornada de Poesía
JUAN DOMINGO ARGUELLES

Paso a Retirarme
ANA GARCÍA BERGUA

Bemol Sostenido
ALONSO ARREOLA

Cinexcusas
LUIS TOVAR

La Jornada Virtual
NAIEF YEHYA

Cabezalcubo
JORGE MOCH

Artes Visuales
GERMAINE GÓMEZ HARO

A Lápiz
ENRIQUE LÓPEZ AGUILAR


Directorio
Núm. anteriores
[email protected]

 

James Ensor en Palacio Nacional

Marco Antonio Campos


James Ensor, Het Schilderend Geraamte

–¿Sabe? –dice James Ensor, aun si no conozco a la gente, al ver una cara veo una máscara y sé quién es.

En el gran salón de recepciones de Palacio, la clase política y los invitados especiales se hallan reunidos para el baile de carnaval.

Ensor se ha puesto frente al caballete donde despliega una gran tela. Sostiene la paleta en la mano izquierda y los colores y la luz resplandecen intensamente. Mira su entorno. No deja de sonreír.

Sin saber quién es, traza con líneas rápidas la máscara del senador. Queda perfecta como masa encefálica. “Es lo único que conserva”, me dice. Al lado del senador hay un esqueleto que con el índice lo condena.

En el cuadro, Ensor empieza a alargar una figura hacia arriba como si fuera jirafa. Reconozco a un ex mandatario muy alto. Ensor le pone máscara de bobo. A su lado, tomándole la mano, está una señora con una nariz como un clavo largo y picudo extendiendo las manos esqueléticas. “Una preciosa ridícula, pero sabe el inglés comercial”, sonrío.

–Es idéntica a mi máscara Wouse –murmura Ensor, y ríe de buena gana.

A quien lo saluda, el máscara de bobo le dice: “Llámeme presidente.” Detrás de las faldas de la narigona y del máscara de bobo, hay dos jóvenes con disfraz de urraca, pero es tal su desidia que no saben cómo el dinero se les cae de las plumas y del pico. Máscara Wouse lo recoge y se lo vuelve a poner. Luego los abraza cariñosamente, diciéndoles hijitos. No se da cuenta de que las urracas le han abierto la bolsa y extraído la chequera. A máscara Wouse la miran embelesados un ex diputado cincuentón y un viejo líder estudiantil con la manga izquierda de la camisa desarrapada. Ambos sostienen en la mano una maleta que no puede cerrar por el exceso de billetes. En el cráneo de ambos se lee: “Somos del pueblo y creemos en el pueblo.” Más a su izquierda una señora con máscara ahumada recorta avioncitos de papel donde escribe: “Degusto mejor un león que un lagarto.”

De pronto Ensor –quien pinta a velocidad de vértigo– detiene la vista en un niñazo con disfraz de árbol que baila frenético en una esquina. El pintor flamenco lo pone en la gran tela en una discoteca, rodeado de un río y de un bosque. Al lado de la figura del niñazo esgrafía una leyenda: “En los casinos de la Costa de Oro y de las islas Baleares el ecologista vive como merece.” Cerca de ellos, se ve a un hombre pequeño con una máscara de roedor. La máscara es barbuda. Grita, vocifera, lanza epítetos, se mueve como epiléptico. Junto a él, tomándole nota de lo que dice, se halla un joven con su camisa y su gorra de manicomio, que sostiene en las manos el AntiDüring . “¿Quién es el roedor de barba? –pregunta Ensor–. Estuvo muy cerca de ser presidente, pero luego se puso a trabajar de perforista de códigos jurídicos y a roer las leyes para que mamíferos como él roben del erario lo que quieran y no vayan a la cárcel.”

–¿Y el otro?

–Es a la vez el barbero y el “patiño”.

Por el suelo se hallan tirados y estirados borrachos y muertos. Algunos tienen la soga en el cuello o pólvora en la cara.

–Cadáveres políticos –le explico.

–¿Y los de atuendo de marinero que andan en muletas?

–Heridos en batalla que aún esperan la llamada a puerto.

–Por lo que veo, en política sobran gángsters que no saben disimular su condición, ladrones con dientes de oro y bandeja de plata, Mesías falsos, asesinos que se apropian de los puestos para asegurar su inocencia, protectores de pederastas...

–Como esos dos que conversan: ése que viste el atavío de pájaro cardenal y el que anda de mandarín con su cuerpo de uno veinte.

Y Ensor vuelve la vista y los retrata con un crucifijo en una mano y púberes de cuatro a doce años en la otra, mientras un viejo, orgullosamente calvo, vestido de overol, les habla en árabe y en castellano excrementicio. Están los tres tan borrachos que cuando beben de la copa derraman el vino de consagrar. Se les acerca un tipo rollizo, engominado el cabello, con atavío de príncipe maya y un gran aire de diputado importante, que quiere venderles su Manual de cabildear , pero los otros, que no son tontos, han oído la trova yucateca y las canciones de Guty Cárdenas.

“Nada me enseñó tanto de máscaras como el folclor belga. Cuando era niño, un hermano de mi madre las vendía en su tienda, lo mismo que esqueletos de monstruos y conchas nacaradas de múltiples reflejos. Al morir me legó el establecimiento, que ahora es mi estudio y mi casa”, recuerda con mirada sesgada y maliciosa. “Lo invitaré en febrero al carnaval de Ostende.”


James Ensor, Messicani terribili

Y Ensor se cala un sombrero florido a lo Rubens como dando a entender: “Entre pintores flamencos sólo él y yo.”

Ensor fija la vista y mira a una señora de grosor ubérrimo con una máscara de peluche en forma de corazón kitsch que canta a grito herido canciones rancheras. Trae la guitarra y el Cancionero Picot sobre la cabeza. Luce un traje de tehuana. Pese a los gritos, ni siquiera sus correligionarios, por temor a recibir un disco, se acercan a oírla.

–¿Para qué el retoque? La pintaré como es.

De pronto, el pintor de Ostende me mira sorprendido. “¿Se ha dado cuenta? Por más que trato no logro obtener el cálculo. Es difícil identificar tantísimos personajes porque cambian con frecuencia de máscara, pero se aprende a reconocerlos en familia por el cuerpo de camaleón.”

Me detengo a observar: a veces la máscara está a la izquierda, a veces al centro, a veces al centro izquierda, a veces más a la derecha que al centro, las más a la derecha... Ensor escribe una frase arriba de ellos: “Me vendo al mejor postor.”

–¿Qué es lo que le gusta hacer con el rostro de los otros? –le pregunto.

–Desfigurarlos lujosamente para mostrar en su exacta caricatura el fondo de su alma. Es de lo más fácil. Mire a aquellos: una máscara se come a otra y la otra a la otra…

–Uno de los orgullos de los habitantes del país es la práctica diaria del canibalismo. Es algo normal desde hace muchos siglos.

–Cuando ve esto, ¿no cree que el diablo le ganó la apuesta a Dios? –me dice.

Guardo silencio.

A la derecha del cuadro, arriba, graba ligeramente con un grafio: ENSOR ES UN LOCO.

De pronto comienza a pintar a un señor rechoncho, con anteojos antiideas y traje de Maximiliano, que perora con voz engolada sobre el Estado de derecho en base al cumplimiento de la ley.

–¿Es un juez?

–No estrictamente. Es un ministro que se sienta a la extrema derecha de la Corte.

Ensor toma el pincel y lo pinta en la cabecera de la mesa en un pingüe banquete de acaudalados empresarios y políticos engulléndose un niño pobre. Cada millonario también degusta, del niño pobre que le tocó, cerebro, corazón, lomo, vísceras, costilla. A un lado del plato del ministro, Ensor pone la carátula de Una modesta proposición , de Jonathan Swift. Dibuja una balanza de la justicia y esgrafía una leyenda: “El próximo será aún más delicioso.”

A la mesa llega a sentarse, con atuendo de prestidigitador, el fiscal del Estado, quien saca de la manga o del sombrero cientos de millones de dólares traducidos al chino; los cuenta, y cuenta el cuento de nunca acabar sobre exculpaciones al por mayor de los compañeros de Partido. Se acerca a darle las gracias un chimpancé con un traje holgado, a la usanza de pistolero del sureste. El chimpancé muestra al fiscal y al ministro la cacha de su pistola con veintisiete marcas, que son los opositores políticos que se le han cruzado en un año. El fiscal y el ministro alzan los hombros señalando su indiferencia.

Se oye un redoble de tambores y un toque de clarín. Nos quedamos perplejos. En una parihuela, cargado por cuatro ministros disfrazados de monos, va acostado un hombre tan diminuto que sólo acercándonos logramos distinguirlo.

Dirigen la orquesta, con un gran garrote en vez de batuta, dos notables orangutanes acabados de salir de un libro de zoología.

–¡Hood Robin!... ¡Hood Robin!... –se oye el griterío de bienvenida.

–¿Qué le cruza el pecho? –pregunta Ensor.

–La banda tricolor. Pero para cortársela a su medida tuvieron que hacerla de diez centímetros.

Un hipopótamo sexagenario, con formación de cristero, no deja de lamerle las manos. “Lo que usted diga, así lo diré, señor, haré las recomendaciones como usted me dice, déjemelo a mí, acabaremos con los mugrosos que pican como chinches, claro, muera la izquierda y ¡Viva Cristo Rey!, pero permítame al menos que parezca independiente.”

–No sea desagradable –le contesta el hombre pequeñísimo.

–Obre Dios –dice el hipopótamo sexagenario, que se persigna, le besa la mano y se mete en las páginas de una fábula de Monterroso.

–¿No es el defensor de los derechos humanos?

–En efecto, pero sólo del presidente…

Se acerca también un hombre con disfraz de gato, pero sin pelo y con espejuelos. Tiene la nariz como un forúnculo. Entre el maquillaje de la máscara se escribió en una mejilla 3 y 2 son 7. A lo largo de la cola rutilante se pintó en negritas: U-Gato.

–¿Dónde aprendió aritmética? –me pregunta Ensor.

Detrás de la parihuela vienen, haciéndole de comparsa al hombre diminuto –Ensor está por terminar el cuadro–, un rebaño de ovejas que lanzan balidos que se oyen como vítores y, atrás, una recua de mulas que patean periodistas opositores que quieren acercarse a la parihuela, y más atrás, un cortejo de saltimbanquis que no dejan de pitar silbatos y de soplar espantasuegras, y que piden, abriendo al máximo la boca, una salva de aplausos para el hombre que les da el Pan de cada día. Todos traen en la mano derecha, muy bien erguida, una pancarta que reza: DOBLE MORAL.

En la puerta de entrada, haciendo mímica y parodias para llamar la atención, se halla una variété de intelectuales, artistas, escritores y poetas: los becófilos, que lo mismo piden becas al por mayor, que la beca en la beca, que las reparten como jurados a los amigos para demostrarse a sí mismos que son democráticos; los que escriben con la mano izquierda, pero firman cada quincena o cada mes en la nómina de las instituciones de derecha; los que anhelan embajadas o puestos en el exterior por sus panegíricos mediáticos a los poderosos en turno; los funcionarios culturales burócratas que sólo esperan conservar el puesto para engordar y engrosar la cuenta bancaria y suponer que por tener el puesto y repartir favores merecen la designación de poetas, y los que por hábito forman fila y alzan el dedo índice esperando que les den algo porque han perdido desde hace mucho la vergüenza y la pena…

Ya hacia la derecha, ya hacia la izquierda, el hombre diminuto saluda a los invitados, que asimismo lo saludan. Hacer como que se hace es la mejor forma de gobierno , vemos en todas las paredes de Palacio el lema del mandamínimo.

Empujando entre todos, como si fueran uno solo, como una espiral de cuatro centros, los hombres del dinero logran desplazar al hipopótamo, cercan la parihuela y el hombre gulliveriano desaparece tras de ellos. Todos le traen una lista de cobros por hacer. Al unísono gritan: “Nada tan fácil para un rico como atravesar por el ojo de la aguja, pero en la iglesia hay que decir lo contrario.” En el dorso de sus trajes se lee: “El poder fáctico somos nosotros.” Congresistas de la llamada izquierda, en nombre del diálogo, logran colarse para salir en la foto.

Se acerca, al fin, luego de vadear un ejército, un periodista de una revista crítica.

–¿Qué se siente ser el hombre más rico del planeta? –le pregunta a uno de ellos vestido de traje negro y corbata azul.

–Me veo como el orgullo y como el ejemplo más alto de decenas de millones de pobres y miserables de este país que quisieran tener el dinero que poseo.

En la solapa de su traje negro se lee en arabescos de oro: Filántropo .

Ensor pinta un piano y un armonio donde aparece él mismo tocando, y la música sale del cuadro y se oye admirablemente en el recinto. Los invitados callan. Se vuelven a verlo.

El pintor de Ostende regresa a la tela, toma de nuevo paleta y pincel y se pinta en el centro como Jesucristo montado en un asno rodeado por una multitud entrando a la ciudad sagrada. Mira panorámicamente el salón de recepciones, me da la mano despidiéndose, y en la parte más baja del cuadro firma con bellísima caligrafía: ENSOR.