Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 19 de agosto de 2007 Num: 650

Portada

Presentación

Bazar de asombros
HUGO GUTIÉRREZ VEGA

A cincuenta años de la muerte de Lowry
ALBERTO REBOLLO

La escena
MILTOS SAJTOURIS

James Ensor en Palacio Nacional
MARCO ANTONIO CAMPOS

Bergman, (1918-2007):
Qué hacemos acá

RICARDO BADA

El sueño que despierta
HUGO GUTIÉRREZ VEGA

Oscuramente, a través
del espejo

CARLOS BONFIL

In memoriam
Bergman y Antonioni

JOSÉ MARÍA ESPINAZA

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Columnas:
Jornada de Poesía
JUAN DOMINGO ARGUELLES

Paso a Retirarme
ANA GARCÍA BERGUA

Bemol Sostenido
ALONSO ARREOLA

Cinexcusas
LUIS TOVAR

La Jornada Virtual
NAIEF YEHYA

Cabezalcubo
JORGE MOCH

Artes Visuales
GERMAINE GÓMEZ HARO

A Lápiz
ENRIQUE LÓPEZ AGUILAR


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Bergman y Antonioni

José María Espinasa

No deja de ser paradójico que dos directores que marcaron la historia del cine y cuyos estrenos en México daban cita al tout Mexique de los años sesenta y setenta, hayan muerto prácticamente al mismo tiempo, el domingo 29 de julio el primero, y al día siguiente el italiano: Ingmar Bergman (1918-2007) y Michelangelo Antonioni (1912-2007). Ambos estaban retirados ya del invento de los Lumière desde hace años, y sus apariciones públicas eran de diversa índole, tanto reflexivas como creativas, por escrito, en la pintura, en el teatro, en la literatura o en la música (y, en el caso del italiano, algunos episodios fílmicos, impulsado por directores mucho más jóvenes que así manifestaban su admiración: Scorsese,Wenders, Sodelberg, Jarmusch). Tras la noticia de ambos fallecimientos, la televisión reprogramó varias de sus películas y la verdad es que en ambos casos hay que subrayar: se trata de obras extraordinarias basadas en una idea del cine que le queda muy lejos a esta primera década del tercer milenio.

El cineasta sueco heredó la tradición nórdica de un cine denso, con obvias preocupaciones religiosas y un manejo del claroscuro fascinante que, en su caso, dio películas que se volvieron iconos, como El séptimo sello (1955) –las imágenes del caballero jugando ajedrez con la muerte se han vuelto paradigmáticas– Fresas silvestres (1956). En películas posteriores, Bergman acentuó su preocupación religiosa en obras de gran intensidad, como A través de un vidrió oscuro (1961) y El silencio (1963), pero también se dio tiempo para hacer divertidísimas comedias, como El ojo del diablo (1960). Fue hacia fines de los sesenta que sus preocupaciones místicas fueron desplazadas por una introspección psicológica de carácter casi clínico, desplazamiento que además coincidió con la exigencia de la industria de filmar en color. Todo desembocó en la que muchos consideran su obra maestra, Gritos y susurros (1972), interpretada por quien fuera su esposa y una de sus principales musas, la actriz Liv Ullman, lo que lo ratificó como un gran creador de personajes femeninos.

Fue precisamente a partir de allí que el reconocimiento internacional por la industria del cine se volvió evidente, pero también lo fue que no lo favoreció del todo desde el punto de vista creativo, y que películas multicitadas, como Fanny y Alexander (1982) y El huevo de la serpiente (1977), no tuvieron ni la perfección formal ni la intensidad de sus obras anteriores; la sociedad del espectáculo no podía asimilar bien un lenguaje cinematográfico tan riguroso, basado en una extrema densidad dramática. Para el espectador naciente resultaba incómodo, pues ese cine exigía una atención visual e intelectual a la que no estaba acostumbrado por su gusto malformado por las ya entonces en auge lacrimosas telenovelas. El tout Mexique se transformó en un happy few coyoacanense que no se iba a desplazar a las salas del cultisur a ver películas de suecos aburridos.

La consecuencia es que el espectador actual seguramente se preguntó al ver la noticia en el periódico: ¿y ese quién es? Ojalá su muerte pueda volver a poner en circulación la obra extraordinaria de este cineasta, que los que consigan pescar una película en la tele no le cambien, y que a los pocos video clubes que tienen algunos títulos en renta se los pidan más seguido, aunque sea debido a que Woody Allen lo considera el mejor cineasta de todos los tiempos y le ha rendido homenajes en todo tipo de tonos, desde la comedia hilarante hasta el pastiche reverencial.

Con Antonioni la cosa es más grave. Emerge como integrante de una segunda generación neorrealista que tomó el relevo de De Sica, Rossellini y Visconti y, en la década de los cincuenta, se perfila ya, junto a Fellini, como uno los dos genios del cine italiano. Sin embargo, el cambio de sujeto y tema –dejó los ambientes proletarios de sus antecesores para ocuparse de los conflictos sicológicos de la alta burguesía– y, sobre todo, el uso de un lenguaje moroso, con un uso del espacio fuera de cámara que dejó desconcertados a todos, provocó que rápidamente se viera inmerso en polémicas y atacado desde diferentes sectores del mundo del cine a la vez que poco aceptado por el espectador masivo. Muy rápidamente –con La aventura (1959), La noche (1961) y El eclipse (1962)– se volvió un cineasta intelectual y, después, de culto. Como Bergman, pero con un temperamento muy distinto, fue un gran creador de personajes femeninos y la irrupción del color le representó un problema formal más arduo que al sueco. Baste recordar El desierto rojo (1964) con sus asombrosos tratamientos cromáticos.

Sus coqueteos con la gran industria –es decir, con Hollywood– no le trajeron nada bueno. Las notables Blow up (1966) y Zabriskie Point ( 1970) mostraron el peligro de un amaneramiento en su retórica ya muy reconocible. Pero su rigor autocrítico lo llevaría a sobreponerse y a filmar unos años después la que considero su obra maestra, El pasajero (1974), antitrhiller de espionaje que concluye con una memorable escena en que un lento movimiento de cámara nos muestra una ventana, lo que se ve a través de ella, en donde no ocurre nada, a la vez que todo; todo está ocurriendo fuera de ella, en sus márgenes y, desde allí, en ese espacio fuera de cámara, nos habla con mucho mayor intensidad. Y su filmografía prácticamente llegaría a su fin –apenas una tercera parte de los largometrajes que dirigió Bergman– con otra obra maestra: Identificación de una mujer (1982), reafirmación de su capacidad de ver y de situarse en lo femenino.

Es inevitable, al escribir este obituario de ambos cineastas, sentir nostalgia de una época en que existía en el espectador un interés por el cine y no se aceptaba lo que se exhibía simplemente porque no había otra cosa que ver. Me ocurre con frecuencia que, al ir a ver de nuevo estas películas, me encuentre con las mismas caras de hace veinte o treinta años. ¿Quién ve hoy las películas de Antonioni y de Bergman? Supongo que los estudiantes de cine y algún despistado melancólico. Que rápido pasaron a ser piezas de museo arrinconadas por la incuria de la llamad civilización (sin ironía) del libre mercado. Murieron físicamente en 2007, pero ¿hace cuánto que el cine que hacían desapareció de nuestro imaginario colectivo?