Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 15 de julio de 2007 Num: 645

Portada

Presentación

Bazar de asombros
HUGO GUTIÉRREZ VEGA

De islas y ballenas
NATALIA NÚÑEZ SILVESTRI

La decisión
MANOLIS ANAGNOSTAKIS

Giordano Bruno y el arte de la memoria
MARÍA LUISA MARTÍNEZ PASSARGE

Las claves de la obra de Borges en su vida
CARLOS ALFIERI entrevista con EDWIN WILLIAMSON

Las muchas Fridas
GABRIEL SANTANDER

El Berlín de Frida
ESTHER ANDRADI

Leer

Columnas:
Galería
RODOLFO ALONSO

Las Rayas de la Cebra
VERÓNICA MURGUíA

Bemol Sostenido
ALONSO ARREOLA

Cinexcusas
LUIS TOVAR

Corporal
MANUEL STEPHENS

Cabezalcubo
JORGE MOCH

El Mono de Alambre
NOÉ MORALES MUÑOZ

Mentiras Transparentes
FELIPE GARRIDO

Al Vuelo
ROGELIO GUEDEA


Directorio
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Verónica Murguía

Andar en taxi

Hay una película de Jim Jarmusch titulada Noche en la tierra que reúne cinco historias de taxistas en diferentes partes del mundo, a lo largo de una noche. Comienza en Los Ángeles y la taxista es Wynona Rider. Cualquiera diría ¿quién va a creer eso? y precisamente, de su belleza en contraste con su oficio se trata la secuencia. El film termina con un montón de tipos borrachos dando vueltas en el centro de Helsinki, en Finlandia.

Es una película genial: mi parte favorita es la historia que sucede en Roma. Está protagonizada por Roberto Benigni, a quien considero un tipo insoportable –opinión que me ganó fama de amargada cuando se exhibió La vida es bella–, pero fantástico cuando es dirigido por Jarmusch. La historia que protagoniza, en la que recoge a un sacerdote y decide confesarse en la dejada, se resuelve con un final tan inesperado como hilarante. Y todo esto viene al caso porque, cuando comencé a escribir este artículo, pensaba hablar de los padecimientos del pasajero de los taxis en esta ciudad y de pronto me di cuenta de que, a mí, los taxis me parecen un invento espléndido, y el taxista chilango un sujeto tan interesante y digno de estudio como los legendarios taxistas londinenses o neoyorkinos. Cada vez que me enojo con uno, recuerdo cómo en el temblor de ’85 se convirtieron en uno de los hilos más resistentes del tejido social que los chilangos tuvieron que improvisar debido a la falta de apoyo por parte del gobierno.

Habrá quien piense que no he leído las estadísticas o no he visto cómo manejan algunos ruleteros. Y sí, he leído que muchos asaltos y homicidios suceden en taxis, pero me temo que también roban y matan a muchos taxistas. Sí, vi Taxi Driver, de Scorsese, y el personaje me dio pavor. Pero a ese Travis no lo volvió loco el tráfico, sino Vietnam, si mal no recuerdo. Y claro que he visto cómo manejan algunos. Vivo aquí, no en Ginebra.

Claro que me han tocado unos locos misóginos, como a toda chilanga. Hace una semana, para no ir más lejos, un taxista le gritó a una señora que lo rebasó:

–¡Vieja pendeja!


Taxista

La señora había puesto la direccional y sacado la mano, así que a pesar de que soy una miedosa, exclamé:

–¡Oiga! ¡Ella no hizo nada!

–¿Qué no le parece bien cómo manejo? –me interrogó casi amablemente el taxista.

–Nomás le estoy diciendo que ella no hizo nada –contesté diplomáticamente.

–Pus si le da la razón, mejor váyase con ella –gruñó. Y frenó, me cobró, me bajé y claro que no me fui con la señora, que a esas horas ya andaba a mil cuadras de allí.

Como todas, me da un poco de nervios siempre que me subo al taxi. Soy mujer, y meterme en un coche con alguien a quien no he visto jamás, me parece un poco amenazador. No sólo tengo miedo de que me asalten y los espeluznantes etcéteras que siguen. Detesto que me revisen por el espejo, que se retuerzan para ver si se me asoman los calzones cuando me apeo del coche, que pongan cumbias eróticas y todas esas cosas. Me inquieta la idea de conversar y salir de pleito con el perfecto desconocido que va al volante. También me amedrenta que me hagan confidencias. He discutido por diferencias de opinión en lo político –el año pasado, como un millón veces–, pero lo peor, para mí al menos, son las confesiones. Me irritan más que la música a todo volumen, o que el acelerón imprevisto.

El otro día un taxista, que me había inspirado confianza por el pelo blanco y los lentes, me dijo que su esposa "había salido bien ponedora" y se había ido con otro. A lo mejor era por la edad, me dijo, porque "ya no le ponían como antes". La verdad, no es que sea yo sea muy melindrosa, pero, ¿qué puedo contestar a semejante revelación? ¿Póngale usted con quien pueda? Ni muerta, así que me limité a farfullar "pues, así es la vida", "sí, hombre, qué gacho", e insipideces por el estilo. La dejada me pareció eterna, y a lo mejor a él también, porque finalmente guardó un adusto silencio.

Los hay geniales, por otro lado. Dicharacheros, informados, curiosos, llenos de historias. Tengo ya muchos amigos taxistas, y hay algunos entre ellos que me alegran parte del día. Lástima que algunos de los hallazgos verbales de los más ingeniosos me resulten casi imposibles de reproducir.

Quisiera terminar con una plegaria: que no falte el taxista legal y honrado cuando llueva, cuando no tenga cómo llegar, cuando sea tarde y esté lejos de mi casa. Yo procuraré traer cambio y dar propina.