Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 14 de mayo de 2006 Num: 584


Portada
Presentación
La rebelión estudiantil de 1918 en Córdoba, Argentina
RAQUEL TIBOL
Autorretrato con gorra de terciopelo
AVIGDOR ARIKHA
Rembrandt y la sombra de las Pirámides
RICARDO BADA
Rembrandt y el cuerpo
JOHN BERGER
Rembrandt en su propia existencia
MIGUEL ÁNGEL MUÑOZ
El humor en la pintura
RICARDO GUZMÁN WOLFFER
Entrevista con ARTURO RIVERA
Mentiras transparentes
FELIPE GARRIDO
Bazar de asombro

Columnas:
Ana García Bergua

Javier Sicilia

Naief Yehya

Luis Tovar

Germaine Gómez Haro
Jorge Moch

(h)ojeadas:
Reseña de Jorge Moch sobre Cuerpo náufrago

Reseña de Alberto Chimal sobre Reportaje al pie de la horca


Directorio
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DE MUTACIONES, TRANSGRESIONES Y MEADAS

 JORGE MOCH 

Ana Clavel,
Cuerpo náufrago,
Alfaguara,
México, 2005.

Ana Clavel es sin duda una escritora de contracorrientes; si a muchos la incertidumbre nos causa escarlatina, para ella es dúctil materia creativa y recreativa. Ana es experta en el asimiento de la ambigüedad como objeto de sus amorosos, oblicuángulos libros, y de manera que se antoja imaginar esotérica gimnasia de retortas, flogistos y serpentines como los que pintaba Remedios Varo, sintetiza los vaporosos amagos de esa incertidumbre en valiosa literatura. Pero todo esto que suena superferolítico para hablar de lo que Ana escribe, no significa en absoluto que su escritura sea oscura sino todo lo contrario: la Clavel ilumina con su manera de narrar los entresijos del alma humana.

Por eso resulta tan natural para el lector, por principio de venideras transgresiones, cuando apenas empezando el libro conocemos de la natural, ecuánime aceptación de Antonia, la asombrada protagonista de Cuerpo náufrago, segunda entrega novelística de Ana bajo el sello de Alfaguara (2005), cuando una mañana despierta equipada con todos los avíos hormonales del varón: Antonia ha mudado en Antón y ni Ana al inventarlo ni Antonia al enfrentarlo dan al fenómeno una importancia mayor —científica o social— de lo que ya ha sucedido, y mejor se proponen convertirlo en motivo de sesudas introspecciones porque el destino, como la identidad, es una ambigüedad a la que no vale la pena tratar de exprimirle adelantos: lo que suceda habrá de suceder y ya, dándole un peculiar sentido al epígrafe de Edmund Jabès que Ana certeramente ha escogido: "La respuesta no tiene memoria, sólo la pregunta recuerda." Y la pregunta primordial en este libro de Ana, como en sus otras criaturas narrativas, es la misma que nos acompaña desde siempre: ¿qué somos?, a lo que Clavel contesta con un sesgo no despojado de avilantez o, al menos, de coherente malicia: somos nuestros deseos. Esto, en la estrecha y recalcitrante cosmogonía del mexicano, es una afrenta con sabor a escarnio para las buenas, hipócritas conciencias, precisamente en materia de identidad y deseo sexual. Imagínate a tu prima la Chacha o a tu tía Berenice que un día amanecen siendo el Chacho o Berenicio, con todo el andamiaje, desde la nuez de Adán hasta aquello que asoma allá abajo y empieza a exigir que se colmen esas apicales adipsias que ellas, ellos mismos tanto criticaron hasta la más beatífica de las repulsas. En el centro de la narración late una lamia que dice: nadie está libre de convertirse en sus falsos anatemas.

En Cuerpo náufrago Ana Clavel lleva la lacaniana envidia del pene a los ámbitos de la más exquisita insolencia, y bien ha dicho Ana García Bergua que Antonia, como el Orlando de Virginia Woolf, apenas se sorprende, porque los "malentendidos comienzan con la apariencia", y antes bien descubre que el nuevo equipaje anatómico, aunque no le exime de ser reconocida y hasta rechazada, le concede un salvoconducto idóneo para trasponer las puertas, históricamente prohibidas a las mujeres, de ese asceterio escatológico, mal emparentado de presurosa y moderna manera con los antiguos baños romanos: los mingitorios públicos. Es a partir de este momento que el libro de Ana experimenta una trifurcación y se convierte ya en las curiosas aventuras de identidad de Antonia-Antón, ya en un recuento de los vericuetos por los que circulan los ambiguos deseos de sus personajes, donde decir masculino femenino lésbico homosexual bisexual, sexual a secas, se convierte en una amalgama de sabrosas confusiones y, de manera sorprendente, en catálogo trasgresor —con todo y su acervo fotográfico, novedosa empresa en la vida de Antón-Antonia a la que se entrega con ahínco rayano en fanatismo— que exhibe para todo público ese espacio de los mingitorios que hasta hace poco, por culpa de Ana, estaba exclusivamente reservado para nosotros los hombres. Pero también es un inquisitivo ensayo sobre la estética de las instalaciones sanitarias —pero, ese conglomerado sibilino de instalaciones y conexiones absolutamente pragmáticas, ¿tenía una estética oculta?—, esto a partir de la mirada compartida, transcontinental y transgeneracional, transitiva, de Ana Clavel y su inconsciente maestro, Marcel Duchamp. Hasta que leí el libro o un poco antes de leerlo, hasta que platiqué con Ana, nunca me había percatado, efectivamente, de que la mayoría de los mingitorios tienen formas sugerentemente femeninas que recuerdan, algunas vagamente y otras veces de un modo casi obsceno, la vulva de la mujer, con esas turgencias de alabastro, esas curvas suaves, esas ondulaciones de siempre abiertos receptores "que emergían como capullos de magnolias, taciturnos y aislados, y cuyas formas sensuales le provocaban a uno la tentación de cometer un deleitable ilícito".

"Todos somos chingones", reza un graffiti en uno de los habitáculos de los baños para hombres del Museo del Chopo de los que colecciona imágenes Antonia-Antón. La leyenda está escrita con marcador de aceite sobre el azulejo, exactamente a la altura de los ojos de los hombres que allí descargamos la vejiga. En el momento supremo de la expulsión somos cada uno el rey, y esa nimia cúspide de la descarga opera en Antón-Antonia, y por obvia extrapolación, en Ana Clavel, una mórbida fascinación de anatomista, sólo que la disección no es en la carne, sino en las vivas fuerzas que ésta contiene. En sus atisbos fugaces a la intimidad masculina, Ana Clavel —ya desde hace tiempo se ganó el título de artífice de las alteridades— logra, a través de una pieza narrativa de esfericidad impecable, colarse a un mundo que, por la naturaleza inflexible de falocracias como la nuestra, le estaba vedado. Algunos de mis congéneres tendrán algo que reclamarle por haberse tomado la feliz libertad de propagarlo al viento, mientras otros, acaso más enfermitos, lo celebramos como una publicación de nuestras más deliciosas escatologías. A mí, por lo pronto, ya me dieron ganas de ir al baño. Comper.

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