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México D.F. Jueves 12 de agosto de 2004

Olga Harmony

Fotografía en la playa

Estrenada hace 20 años con dirección de Alejandra Gutiérrez, esta obra de Emilio Carballido cobra relieve con el tiempo, aunque en el suyo tuvo mucho éxito. Pero, vista en retrospectiva, marca un hito en la dramaturgia de Carballido, se advierte un tono chejoviano en ese aparente no ocurrir nada, que muestra lo que de trasfondo es la vida de esos personajes opacos, de clase media casi todos, durante la anual reunión en la casa familiar. En la edición que el estado de Veracruz hizo de algunas obras del autor, la directora ofrece como colofón de ésta un análisis de su propuesta de dirección, en la que muestra que, más allá del ''costumbrismo" con que se quiso mirarla, más allá de los personajes que podrían ser prototipos -''la solterona, la abuela métome en todo, el hermano de éxito, etcétera"- existe una ambigüedad de antecedentes de algunas situaciones que la hacen ver como un texto que se puede enfrentar en varios planos. La inteligente directora muestra cada uno de esos planos y nos hace ver lo que ahora es evidente: un auténtico realismo, tan evasivo como la realidad misma, a pesar de los monólogos finales, que dan un distanciamiento en el tiempo, como si todos, no sólo la abuela y Constanza pudiéramos ver esa vieja fotografía de los años sesenta y recordar a los miembros de la familia como fueron en ese momento.

Emilio Carballido pertenece a una generación que dramatúrgicamente puso en solfa a la férrea estructura familiar, aunque aquí no se trate de manera negativa y las circunstancias hayan hecho que en Fotografía en la playa exista un verdadero matriarcado, al contrario de las familias habituales que en ese tiempo, y muchas hasta la fecha, sean patriarcales. No se dice nada del padre de los cuatro hijos de Celia, aunque unas sutiles palabras de Elisa hacen que Veva adquiera conciencia, y con ella el espectador, de que su abnegación de típica mujer mexicana era sabida y consentida por Agustín, el verdadero patriarca de esa rama familiar. La homosexualidad de Héctor es tratada también de manera elusiva y nos hace suponer que su idea de vivir con su madre y su abuela, para que Constanza tenga por fin algo de libertad, se debe a su reciente conocimiento de Luis, aunque nunca sepamos qué pasó después y por qué eso nunca se concretó. Se insiste mucho en la nostalgia de las familias pasadas que contiene este texto para los espectadores de hoy, y es posible que ello ocurra, pero a mi modo de ver las vidas de esos personajes no eran tan venturosas, cada una con su cauda de conflictos -quizás exceptuando a las dos abuelas- como cualquiera en la actualidad.

Si el pasado es un país extranjero en donde las cosas se hacen de manera distinta, como afirma L.P. Hartley, todos tendemos a recordarlo con ternura, viviendo un paisaje a lo mejor no existente. Hago mucho hincapié en esto, porque la idea de nostalgia puede borrar lo que de innovación dramatúrgica tiene este texto de Carballido con sus subtextos, sus ambigüedades, sus miradas tangenciales, su casi ausencia de conflicto y de progresión dramática. Ahora lo podemos ver de mejor manera que hace 20 años en esta escenificación de la Compañía Nacional de Teatro bajo la dirección de Raúl Quintanilla, quien hizo el pequeño papel de Adolfo en el estreno y quien, hasta donde me alcanza la memoria, no repite el montaje de Gutiérrez. La escenografía de Philippe Amand es muy sencilla; con tres marcos que delimitan los espacios (por lo que no se perdió en Bellas Artes), la barda del patio familiar y, quitada ésta -sin intermedio, como lo pide el autor- la playa. En estos espacios Quintanilla logra un trazo muy limpio, siempre con soluciones creativas para las entradas y salidas de los personajes en ámbitos que son de trasiego y sin que se vean poco naturales, lo que es un verdadero reto.

Con la escefonía muy discreta de Rodolfo Sánchez Alvarado y los excelentes vestuario de Cristina Sauza y maquillaje y peinados de Carlos Guisar, que nos remite 40 años atrás, los actores despliegan a sus personajes. Todos están muy bien, muy inteligentes sus interpretaciones, pero cabe destacar la deliciosa abuela de Ana Ofelia Murguía, a Martha Navarro, a Luis Rábago, a Arturo Beristáin, a Judith Arciniega y Laura Almela en los personajes de más peso y de mayor presencia, en escena.

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