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México D.F. Sábado 26 de junio de 2004

Enrique Florescano/ II

Tres episodios de una historia personal

El segundo episodio que influyó de manera decisiva en mi formación ha sido la relación con los maestros del oficio de pensar el pasado y el presente. Mi padre y mi madre fueron profesores de primeras letras en Coscomatepec, mi pueblo natal, y quizá de ellos proviene la admiración instantánea que me provocan quienes atesoran conocimientos y poseen el don de transmitirlos. En la Universidad Veracruzana, y en la entonces risueña ciudad de Jalapa, recibí, con el asombro que acompaña a los descubrimientos que se suceden en cascada, mis primeras lecciones sobre la historia y la iluminación de que el dilatado pasado mexicano estaba conformado por vetas riquísimas, profundas y contrastadas, almacenadoras de edades que daban cuenta de un desenvolvimiento complejo y único. Más tarde, en El Colegio de México, José Gaos, Luis González, José Miranda, Rafael Segovia, Luis Villoro y Silvio Zavala ordenaron mis lecturas, me iniciaron en el arte de leer los papeles de los archivos y me enseñaron los artilugios para convertir esas experiencias en razonamientos persuasivos.

En la Universidad de la Sorbona el vínculo con la Ecole des Annales me llevó a experimentar la sensación de que el conocimiento histórico era una oleada ininterrumpida de descubrimientos. El diálogo directo que entonces tuve la fortuna de mantener con Ruggiero Romano, Ernest Labrousse, Fernand Braudel y Pierre Vilar, me deparó uno de los gozos más estimulantes que ofrece la formación académica.

Pero quiero hacer notar que junto al trato instructivo con los maestros del oficio, mis estímulos cotidianos fueron y siguen siendo los miembros de mi propia generación, mis contemporáneos. Carlos Monsiváis y José Emilio Pacheco son, desde hace casi medio siglo, los modelos permanentes e inalcanzables de lo que considero alto rigor profesional y la expresión más lograda de la sabiduría, el conocimiento que no requiere más títulos que su manifestación deslumbrante. Ambos son ejemplo de la virtud ciudadana que más admiro, que es el compromiso de trabajar al lado de la sociedad que nos tocó vivir.

Debo a ellos, a Guillermo Bonfil, Carlos Pereyra, Héctor Aguilar Camín, José Joaquín Blanco, Johanna Broda, Manuel Fernández Perera, Guillermo de la Peña y Lorenzo Meyer, el rompimiento con los lastres académicos que encierran a los profesores en especialidades acorazadas y escrituras ininteligibles, el estímulo para explorar otros confines del conocimiento y la meta obsesiva de comunicarme con el lector común.

Mi buena estrella me asignó otros maestros cotidianos, los colegas que la fortuna vinculó con mis tareas. Me siento profundamente conmovido por compartir este doctorado con Friedrich Katz y David Brading, altos ejemplos de probidad intelectual y maestría en el oficio de historiador. Friedrich Katz comenzó a darme lecciones de historia desde 1965, cuando publicó su libro innovador sobre la situación social y económica de los aztecas. Más tarde continuó esa pedagogía con La guerra secreta en México, una obra que me deslumbró por el número extraordinario de archivos consultados en diversos países, por la vastedad de sus temas y por la virtud de vincular hechos y personajes individuales con un contexto complejo en el que concurren las ingentes fuerzas políticas, militares, diplomáticas, económicas y sociales que transforman la historia de las naciones.

La más reciente lección de Friedrich Katz la recibí bajo la forma de una biografía, la más completa que se ha escrito de un protagonista de la Revolución de 1910: Pancho Villa. A lo que ya se ha dicho de esta obra maestra, sólo añadiré que sus páginas me brindaron la primera imagen real, asible y exhaustiva de ese personaje mitológico y del multitudinario movimiento revolucionario que desencadenó en Chihuahua. Con todo, quizá lo que más admiro en Friedrich Katz es su talante para derramar ese inmenso caudal de conocimientos con la sencillez, la agudeza y el río de generosidad que emanan de su persona.

Con David Brading me une el lazo de una amistad ininterrumpida durante más de tres décadas, y la admiración por su obra rigurosa, transida por la ambición de comprender y explicar. En conjunto, los libros de David forman una de las construcciones historiográficas más logradas de nuestro tiempo, y es la mejor guía que se puede recomendar a quien desee indagar la forja del México que va del siglo xvi a nuestros días. En mi memoria, la obra de David Brading camina estrechamente enlazada con la amistad, a tal punto que me resulta imposible separar una de la otra. Con ambas estoy en deuda, tanto por las luces y la gratificación intelectual que me ha brindado la primera, como por la intensa sensación de comunión, calidez y humanidad que provienen de la segunda.

Palabras de agradecimiento del historiador al recibir el doctorado honoris causa por la Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo

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