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México D.F. Martes 8 de junio de 2004

Carlos Fazio

La doctrina Reagan: Ƒfin de ciclo?

Ronald Wilson Reagan, el hombre de quien se dijo que sació su sed cultural en Reader's Digest, pero que en 1981 llegó a la presidencia de Estados Unidos como estandarte de fuerzas tan virulentas y reaccionarias como la llamada Mayoría Moral y la Nueva Derecha, acaba de morir. Sin duda, el ex actor de Hollywood no será recordado por las 54 películas que filmó. Tampoco por el estilo que imprimió a su gestión en la Casa Blanca, subordinado a los ricos capitanes de la comunidad corporativa: "Gobernar a Estados Unidos es como dirigir a la General Motors", explicaba semanas después de la victoria uno de los amigos íntimos de Reagan, el millonario ex presidente de Diner's Club, Alfred Bloomingdale. "Es dos veces el tamaño de General Motors, tres veces General Motors (...), pero es General Motors. Y de ahí es de donde venimos nosotros."

El gran mérito de Reagan, en función, claro está, de los intereses del imperio, es que inició la restauración de un renovado consenso de seguridad nacional y política exterior bipartidista que, si bien tuvo una fuerte influencia neoconservadora, la trascendió en el seno de una nueva síntesis emergente: el consenso estratégico posReagan, que inspiró a las administraciones Bush padre y Clinton y cuyos ecos llegan hasta el presente, bajo el mandato de Bush hijo; un nuevo consenso que combinó el expansionismo ideológico con un revitalizado intervencionismo militar unilateral, que en América Latina tuvo como soportes materiales el antiterrorismo, la contrainsurgencia y la contrarrevolución.

Durante la administración Reagan, la Nueva Derecha cristiana, que englobó expresiones religiosas heterogéneas como el llamado fundamentalismo evangélico, encarnado en grupos como Mayoría Moral, pero también sectores de la derecha católica tradicional, tipo Pro-vida y la Orden Militar Soberana de Malta, y movimientos de renovación como el carismático, que compartieron una matriz integrista (un conservadurismo de masas en clave religiosa que exacerbó el nacionalismo y la convicción de que Estados Unidos es una nación elegida por Dios, como justificación del expansionismo imperial y la exportación del capitalismo de libre empresa) o instituciones con pretensiones académicas del tipo de la Fundación Heritage, el Instituto sobre Religión y Democracia (IRD), el Instituto Empresario Americano (American Enterprise Institute), hasta las de reconocido prestigio como el Centro de Estudios Estratégicos e Internacionales de la Universidad de Georgetown, se constituyeron en arietes de las baterías ofensivas que se propusieron eliminar todo vestigio de la debilidad en la conducción de la política exterior atribuida a la administración de James Carter.

Se clamaba por el roll-back, es decir, la reversión o el trastocamiento de las supuestas derrotas frente al "enemigo": la Unión Soviética y el campo socialista, no menos que las que presuntamente se había padecido en el inmediato "patio trasero" de Centroamérica y el Caribe. Anclada en el Documento de Santa Fe, la llamada "doctrina Reagan" buscó recomponer la debilitada hegemonía mundial estadunidense por vía geopolítica, con base en un proyecto de primacía, no compartido, desde una posición de fuerza. La confrontación con la Unión Soviética ocupó el centro de la política internacional. El intervencionismo militar fue recuperado, una vez más, como parte crucial del poder político de Estados Unidos a escala mundial. Se desenvolvió un globalismo geoestratégico marcado por el unilateralismo (se subordinaron los enfoques multilateralistas, centrados en el acuerdo y la negociación), y el "interés" de la superpotencia se definió de manera autónoma. Ejemplo claro fue la invasión a Granada y la política centroamericana de Reagan.

Fue la suya, además, una conducción conspirativa. Durante su mandato se reforzaron de manera notable las operaciones encubiertas y, por consiguiente, se consolidó el creciente papel de la comunidad de inteligencia en la definición de la política exterior bajo la dirección de un robustecido Consejo Nacional de Seguridad. Se desarrollaron redes y guerras secretas, como la librada contra el gobierno sandinista de Nicaragua. Esas redes atendían de modo primordial la provisión de fondos, el entrenamiento, el abastecimiento de armas y equipos, el sabotaje, de grupos como la contra nicaragüense, a los que la propaganda reaganeana llamó "luchadores de la libertad".

Pero Reagan abonó, también, las operaciones de espionaje y contraespionaje, en franco desprecio por la legalidad, las normas y los límites impuestos por el derecho nacional e internacional. La idea dominante fue que el fin justifica los medios. La ilegalidad se legitimó acudiendo al recurso del "interés" y la "seguridad" nacional de Estados Unidos. Esa legitimación surgió, por ejemplo, del testimonio del coronel Oliver North en las audiencias que, sobre el Irán-contras, se llevaron a cabo en el Congreso en 1987. Otro caso sonado de violación de la ley estuvo dado por el Manual de operaciones psicológicas en guerra de guerrillas, que la Agencia Central de Inteligencia elaboró en 1983 para la contrarrevolución nicaragüense. A lo que habría que sumar la agresión desde el aire, vía Radio y TV Martí, enderezada contra Cuba, en abierta violación de las leyes internacionales en la materia. Fue Reagan quien instruyó la creación de la Fundación Nacional Cubano-Americana, que reunió a los grupos terroristas y anexionistas del exilio anticastrista de Miami.

La conducción conspirativa, que en muchos aspectos nutre la actividad de la actual administración Bush, llevó a un notable reforzamiento del llamado "gobierno paralelo" o "invisible", que se asienta en un sistema de toma de decisiones y en un conjunto de estructuras y operaciones, signados por el secreto, el primado de las covert actions y las guerras clandestinas, la preminencia de la comunidad militar y de inteligencia, y el esfuerzo por disminuir o eludir la vigilancia del Congreso. El "gobierno invisible" o la "presidencia imperial" surgió hacia 1945, gracias a la formación de un consenso bipartidista de guerra fría, pero entró en crisis en el periodo que siguió a la derrota de Estados Unidos en Vietnam, cuando se aprobaron un conjunto de normas que llevaron a un mayor control del Ejecutivo por parte del Congreso (el Acta de poderes de guerra y una serie de leyes para vigilar las actividades de inteligencia).

Ese "gobierno paralelo" revivió de modo potente durante la administración Reagan, en consonancia con las recomendaciones del conservadurismo de masas (Fundación Heritage, el Centro Hoover de la Universidad de Stanford, el IRD y otros), y a través de su combinación con renovadas formas de intervencionismo militar, con base en Fuerzas de Despliegue Rápido y la llamada guerra de baja intensidad (GBI), una adaptación de la contrainsurgencia clásica a los desafíos no convencionales, de guerra irregular, de ese momento concreto, mediante la acción cívica, la "ayuda humanitaria" y la guerra psicológica, tratando de eludir la intervención directa y con bajo costo en vidas de soldados estadunidenses. La nueva doctrina militar buscaba evitar el gradualismo y empantanamiento que llevaron a la derrota de Estados Unidos en el sureste asiático. Es decir, procuraban superar el famoso síndrome de Vietnam, que alude a un retraimiento de la opinión pública estadunidense, adversa a la intervención militar directa del Pentágono en el espacio internacional; síndrome que se había convertido en una verdadera obsesión conservadora y que la Doctrina Reagan prometía eclipsar.

Muchos elementos de esa matriz geopolítica conspirativa fueron asumidos por Clinton y potenciados por Bush hijo en sus nuevas cruzadas guerreristas posTorres Gemelas. Pero se da la paradoja, hoy, de que la muerte de Reagan coincide con visos de un empantanamiento de Estados Unidos en Irak, ante la lucha de liberación nacional que llevan adelante los patriotas de la resistencia iraquí frente a la ocupación extranjera, con costos diarios en vidas de soldados estadunidenses. Y con una posible exhibición pública, vía los por ahora tibios controles que intenta aplicar el Congreso, sobre la comunidad de inteligencia, en particular la CIA, cuyo director, George Tenet, se perfila como chivo expiatorio de la crisis, y con efectos directos, también, de pronóstico reservado, sobre la burocracia cívico-empresarial que controla el Pentágono. Todo eso, en un año electoral.

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