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México D.F. Jueves 8 de abril de 2004

Alejandro Nadal

Hambre de cambios en Brasil

Desde la campaña para la elección presidencial la estrategia de Luis Inacio Lula da Silva era clara. No se prometían cambios radicales en el modelo económico y la propuesta central descansaba en la necesidad de reducir el costo social del neoliberalismo. La forma de lograr este objetivo, según la plataforma del Partido de los Trabajadores (PT), era con políticas sociales compensatorias. La estrategia era parte de la evolución del PT desde principios de los noventa.

El primer año de gobierno de Lula ha sido fiel a estas prioridades. Su política fiscal supercontraccionista permitió generar un superávit primario (la diferencia entre los ingresos fiscales y el gasto público antes del pago de intereses) equivalente a 4.5 por ciento del PIB. Este nivel extraordinario rebasó la altísima meta de 3.75 por ciento plasmada en el acuerdo con el Fondo Monetario Internacional (FMI).

Por su parte, la política monetaria ha mantenido una postura contraccionista regida por las preocupaciones del Banco Central de Brasil con la meta de reducir la inflación. En los últimos dos años, las presiones inflacionarias derivadas de la depreciación del real han sido sometidas debido a esta restricción monetaria. Para este año la inflación esperada es de 5.5 por ciento. Pero además de restringir el circulante, uno de los efectos más negativos de esta política ha sido mantener un altísimo margen de intermediación financiera.

El resultado de esta combinación de política macroeconómica fue un crecimiento negativo en el PIB y una caída en el ingreso per cápita. El primer año de Lula en el gobierno ha visto finanzas públicas "sanas", pero no tuvo buen comienzo en lo que toca al crecimiento. Y si la cuenta corriente pasó de un déficit récord de 33 mil millones de dólares en 1998, a un superávit de 4 mil millones en 2003, ese resultado se explica más por la brutal caída en las importaciones que por un buen desempeño del sector exportador.

El sello de la política macroeconómica del gobierno de Lula quedó definido en los últimos meses del régimen de Fernando Henrique Cardoso. Pocas semanas antes de las elecciones, Cardoso firmó un acuerdo con el FMI que ponía a disposición de Brasil 30 mil millones de dólares para evitar el colapso de las cuentas externas. Desde luego, el riesgo de colapso provenía de la irresponsable expansión de la deuda externa bajo su administración. El acuerdo también autorizaba al banco central a utilizar 10 mil millones de sus reservas para estabilizar el tipo de cambio. Las "concesiones" iban acompañadas de restricciones para la política macroeconómica y la profundización de las reformas estructurales. Entre las condiciones impuestas por el FMI, aceptadas de buen grado por Cardoso, estaba la obligación de convocar a una reunión con los principales candidatos a la presidencia para comprometerlos a respetar el acuerdo. En esa reunión todos los candidatos, incluyendo a Lula, aceptaron ese compromiso, así como el respeto a las obligaciones derivadas de la deuda pública interna y externa de Brasil. El acuerdo con el FMI hacía de las elecciones un trámite vacío: el modelo económico no sería afectado por el resultado del sufragio.

En este primer año de gobierno, la política macroeconómica de Lula lleva a cuestas un alto coso social. Los dos principales programas sociales diseñados para mitigar ese costo no representan un cambio fundamental para la desigual estructura social de Brasil. El primero de esos programas, llamado Hambre Cero, consiste en garantizar que todos los brasileños tengan a su alcance tres comidas al día. Aunque la red de distribución no es completa y los recursos siguen siendo insuficientes, el programa ayuda a muchos pobres (sobre todo en el medio urbano) a resistir el embate de las fuerzas del mercado neoliberal. El programa Bolsa Familia proporciona asistencia a familias con niños en edad escolar, combatiendo la deserción escolar, ayudando en materia de nutrición y salud, pero no representa un aumento espectacular en el gasto social. Pero esos programas no pueden contrarrestar los efectos del desempleo, la deprimida norma salarial y la obsesión por los equilibrios de los agregados macroeconómicos.

La medida más radical de Lula en materia económica ha sido la propuesta al FMI para redefinir el superávit primario, dejando fuera de esa noción a las inversiones en infraestructura. De ese modo, se distinguiría entre gasto corriente e inversiones y se daría mayor flexibilidad al gasto público. Es una buena idea, pero deberá estar acompañada de una redefinición de la política monetaria. Sin crecimiento y con un sector exportador mediocre, la economía brasileña no podrá enfrentar sus compromisos en materia de deuda externa ni tampoco podrá revertir la desigualdad. Lula sigue enfrentando los mismos retos que encontró en su primer día de gobierno. El movimiento de los Sin Tierra, y todos los que votaron por él, esperan ansiosamente los cambios que nunca prometió.

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