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México D.F. Jueves 8 de abril de 2004

Marcos Roitman Rosenmann

Videos, corrupción y política

Parece ser que la acción política se percibe cada vez con mayor fuerza como un espectáculo de voyeurismo social. En este sentido, las grabaciones realizadas con malas artes cobran un lugar destacado en dicha percepción. En la actualidad, las nuevas oligarquías partidarias tratan de imponer mensajes producidos por publicitarios especialistas en comunicación política.

La lucha por captar franjas de mercado es a muerte. La disputa por atraer la atención de un posible o futuro consumidor votante no tiene límites. La otrora política cuyas reglas implícitas impedían el uso de prácticas barriobajeras para descalificar al contrario, cede el paso a un todo vale. En esta mutación la televisión y los medios de comunicación social en manos privadas son armas letales de destrucción masiva.

La necesidad de control social sobre actores políticos emergentes no previstos descansa en conocer su pasado, buscar su lado débil y romper su voluntad. Cuando eso no se puede, el trabajo sucio se inicia sobornando a sus más cercanos colaboradores e intentando airear comportamientos privados considerados socialmente reprobables.

Es cierto que estas prácticas se han venido ejerciendo desde tiempos inmemoriales. No sólo en la actividad política. En todos los órdenes de la vida han caído personajes cuando su reputación queda en entredicho al presentar fotos o documentos incriminatorios de doble moral. Sin embargo, desde hace un tiempo se han descubierto nuevas armas, mucho más poderosas en esta guerra comunicativa de destrucción política.

La sociedad-espectáculo abre las puertas a un sinfín de mecanismos para el manejo y manipulación de la opinión ciudadana. Hoy resulta fácil descalificar políticamente a un adversario. La fabricación de videos en los que se muestran acciones punibles y desdeñables atraen la atención de los espectadores y su repetición consigue aumentar el enfado y la ira sobre el inculpado.

Las televisiones privadas y públicas han caído en la producción de programas basura y con ello han mostrado el camino. Su gran audiencia, casi adictiva, indica la técnica que debe utilizarse para editar videos de voyeurismo político en los que el protagonista no sabe que está siendo grabado. Lo denigrante de esta práctica es que nadie piensa en los oscuros intereses de quien lo hace, y sólo se regocija con las imágenes captadas y lo ingenuo del cabeza de turco.

Los medios tecnológicos altamente sofisticados amplían las posibilidades de convertir los servicios de inteligencia, espías privados y periodistas sin escrúpulos en auténticos productores de cine negro y de terror. Si bien no todos pueden comprarse el maletín del buen espía, el acceso a una cámara digital miniaturizada, a micrófonos inalámbricos y grabadoras transforma a ciudadanos comunes en potenciales agentes secretos por cuenta propia o ajena.

En un bar, en la cocina, en la cama, en un cine, en fin, en cualquier lugar podemos ser pillados in fraganti comiendo indecentemente, rascándonos la nariz o profiriendo insultos. Ya nada es como antaño. La era de la comunicación ha llegado para revolucionar los métodos y las técnicas de obtener información oral, escrita o visual. Grabar imágenes sin ningún conocimiento de iluminación o encuadre es ya una realidad.

En una sociedad en la que, además, se sugiere que todo tiene un precio, los videos de voyeurismo social alcanzan alta cotización en el mercado. Ver cómo se insultan y se descalifican entre sí los personajes de la farándula dinamiza la prensa rosa y además da pingües beneficios a las revistas y periódicos sensacionalistas. Pero el objetivo del video político no es ganar dinero. Se ofrece gratis y como mucho se da a un periódico, según sea su afinidad política, con una diferencia de horas.

Hablamos, pues, de una deliberada acción desarrollada por los servicios de inteligencia, los aparatos de partidos políticos, empresarios o medios de comunicación, con fines de rédito político. No estamos en presencia de un acto de moralización de la vida pública. Tampoco su utilización busca sensibilizar al ciudadano mostrando la doble moral de quienes dicen ser una cosa y resultan otra.

Cuando la palabra no tiene valor ético y la mentira, acto voluntario y consciente destinado a engañar y producir el mal, es el objetivo de los videos, nada diferencia a su productor del personaje grabado. Ambos son parte de un mismo fenómeno. Pero pocos son los que se preguntan quién o quiénes han mandado a captar el soborno y comportamientos corruptos.

No hablamos de un periodismo de investigación. Tampoco estamos ante reporteros que arriesgan su vida por informar y decir la verdad. No asistimos a un Watergate, si bien ello no debe anular el buen hacer de periodistas e informadores profesionales, cuyos principios éticos los transforma en creadores de opinión pública. La diferencia es necesario realizarla para evitar malos entendidos.

En la actualidad, los intereses de una elite política y económica transversal a los partidos y con muchos motivos para acallar a políticos díscolos, o simplemente contrarios a sus postulados, puede hacer caer en desgracia a cualquier dirigente de la misma o de otra organización política. En estas prácticas nadie está a salvo de verse inmiscuido en escándalos y en descalificaciones. Mucho es lo que tienen que perder sus hacedores. Demasiado ha costado privatizar el Estado, desnacionalizar, enriquecerse a costa de los bienes públicos para dejar en manos de irresponsables el poder político. En estos tiempos de involución política, la producción de videos como instrumento político de descrédito no es símbolo de democracia.

El origen desconocido y los oscuros intereses que motivan su edición debe hacernos pensar y rechazar como prácticas aceptables este voyeurismo político. No se trata de matar al mensajero. Pero tampoco de tomar como válida cualquier imagen que se emita. Su manipulación no debería extrañarnos. El ejemplo de las fotos y videos sobre los arsenales de armas de destrucción masiva y químicas en Irak emitidas para justificar la invasión son suficiente argumento para dudar de su veracidad y cuestionar a sus autores.

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