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México D.F. Lunes 29 de diciembre de 2003

TOROS

Encierro de Rancho Seco que estuvo bien presentado, pero débil, en la novena corrida

Leopoldo Casasola y Alberto Huerta dejan constancia de vocación torera

LEONARDO PAEZ

El texcocano -vaya un gentilicio comprometedor- Leopoldo Casasola (23 años y dos de matador), con un carácter a prueba de cobas y cornadas aquí y en España, se vio más relajado y expresivo, fruto de ese lento y difícil proceso personal de interiorización como individuo y como torero.

Cierto que se llevó el mejor lote de Rancho Seco, pero si no se está puesto y mentalizado, esos toros exhiben el nivel anímico y técnico de quien se les pare enfrente. Más que exquisiteces, la faena de Polo a su primero, Marinero (500 kilos), tuvo continuidad, ritmo y precisión, y como dejara certera estocada al primer viaje, el público demandó la merecida oreja.

Con el noble que cerró plaza, Casasola ahora sí se animó a soltarse -a ser él- en tres naturales de antología, de mágica texcocanidad, que de inmediato prendieron en el tendido. Es un temple al que, si Leopoldo se obliga, habrá de redundarle en más y mejores actuaciones. Al intentar el volapié sufrió un fuerte golpe en el antebrazo, por lo que la siguiente estocada quedó trasera y caída. Pero aquellos naturales...

Alberto Huerta

Hay diestros que, para bien y para mal, nacen en el seno de dinastías toreras comprometidas con el pundonor y familiarizadas con el sacrificio.

Con el que abrió plaza, Don Fede (498 kilos), un arrogante toro bragado -cómo se nota cuando la pizarra no miente con la edad ni con el peso-, con largos pitones astifinos, Alberto Huerta, hijo de Víctor y sobrino de Joselito, aguantó, como lo haría toda la tarde, en lances a pies juntos y dibujada revolera. Llevó al toro al caballo por chicuelinas andantes, esperó a que empujara en una vara en todo lo alto de Delfino Campos y realizó un variado quite por fregolina, saltilleras y revolera, vaya, como si viniese de torear decenas de corridas y no unas cuantas.

Sin inmutarse, Alberto cuajó limpias, templadas y mandonas series por ambos lados, en un palmo, acordándose de sus sueños, pero olvidando el tiempo. En vez de tirarse a matar cuando el toro pedía su muerte, todavía aplicó tres comprometidas joselillinas -manoletina por el lado izquierdo- antes de pinchar hasta en cuatro ocasiones y escuchar un aviso. ¡Pero qué ansias y qué hambre de ser!

Con su segundo, Huerta volvió alegremente a jugarse la vida, "como si suya no fuera", pues a punto estuvo de ser cogido en tres ocasiones. Incluso acalló una bronca en el tendido con un garrudo quite por chicuelinas y tafalleras. Menos repetidor que su primero, tuvo que porfiarle en todo momento y tras un pinchazo arriba se fue tras la espada para sepultarla entera. La vuelta que dio fue apoteósica.

Un juez menos amenazado y más dueño de su criterio taurino habría otorgado la oreja, así no la hubiese solicitado nadie. ¿Podrá ahora Alberto Huerta torear más seguido en plazas de los estados o necesita cambiar de nacionalidad?

Mariano Ramos

Más que su tradicional maestría, de Mariano Ramos sorprendió un insólito talante sonriente y animoso, amistado consigo mismo y con la vida. Frente al único toro de su lote que medio embistió, el maestro de La Viga (50 años de edad y 32 de alternativa) volvió a dejar muy claro por qué forma parte del cuadro de honor de los mejores lidiadores en la historia de la tauromaquia, aunque se atufen los mexhincados.

Más débil que el resto del encierro, Macarrón (484 kilos) perdió las manos en los derechazos iniciales, por lo que el maestro, sin molestar en los cites, se llevó al toro a los medios, donde, sereno e imperioso, llevó a cabo su magnífica obra: suaves y precisos muletazos a media altura, ya con la diestra, ya con la zurda, y cuando el astado se quiso agarrar al piso, zapes en el testuz para ligar cuatro derechazos que todos supusimos imposibles. Un elegante abaniqueo concluyó aquella pieza de tan altos vuelos.

A toro parado es muy difícil meter la espada, pero no obstante los pinchazos el público llamó a Mariano al tercio para brindarle, emocionado, una cerrada ovación.

Fue en este toro en el que el subalterno Jorge Kingston, gracias a su colocación, le hizo oportuno quite a su compañero Paco Herros, quien cayó a la cara de la res tras un par de banderillas. Desmonterado agradeció Jorge el reconocimiento a su torerismo.

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