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México D.F. Martes 16 de diciembre de 2003

Luis Hernández Navarro

10 y 20: amos de sus palabras

Si el agravio es el perjuicio sobre el cual la víctima no puede rendir testimonio porque no es escuchada, entonces la rebelión zapatista es, de entrada, un acto de justicia, la reparación inicial de un agravio en el cual el afectado habla y obliga a que se le oiga. Lo es porque su testimonio incursionó en la vida, el imaginario, las vivencias y concepciones de la política, y al hacerlo derrumbó las barreras que segregaban a los pueblos indígenas y muchos más del derecho a comunicar a los otros las ofensas sufridas.

La rebelión abrió las puertas del diálogo. Lo hizo sin tener que renunciar a su idioma. Sí, como afirman Deleuze y Guattari, "es el déspota quien hace la escritura, es la formación imperial la que hace del grafismo una escritura propiamente hablando", la rebelión dijo no a ese vocabulario y se fabricó su propio lenguaje. En una época de confusión y perplejidad tomó la palabra sin permiso y dijo algo distinto de lo ya dicho. Conquistó simultáneamente el derecho a hablar y la legitimidad de su discurso.

Frente a la pretensión de hacer aparecer el relato neoliberal como inalterable, contó cosas nuevas de manera novedosa. Se dio a sí misma el derecho de nombrar con coraje lo intolerable y al hacerlo hizo renacer la esperanza y produjo sentido donde había ruido. Se convirtió en amo de las palabras que dice, hizo que el lenguaje respondiera a sus necesidades. Facilitó la conversión del acto de nombrar en proceso colectivo y común. Amplió los horizontes de acción que satisfacen requerimientos de globalidad, rectitud y radicalidad, abrió expectativas emancipatorias clausuradas, reformuló preguntas sobre las vías de transformación del mundo, anticipó acontecimientos y replanteó certezas políticas.

Factor de reanimación en momentos en los que el dinamismo social era precario, la rebelión anima una gran causa y es parte del movimiento real de la sociedad y no del mundo de las ideas en lucha consigo mismas. Desde hace diez años alimenta nuestras pasiones, nuestro lenguaje y comunicación.

Su alfabeto estimula la creación de una comunidad; su gramática una identidad compartida. El zapatismo es hoy, por derecho propio, una de las lenguas en las que se habla la resistencia. ƑPor qué si no estamos hoy aquí reunidos?

Desde su surgimiento, la rebelión se explicó a sí misma. Más que depender de un cuerpo doctrinal atado a la repetición y a la conservación de los significados existentes, formuló un modo muy suyo de pensamiento, estrechamente vinculado a su práctica política, así como un lenguaje alimentado por la realidad de su base social. Configuró un horizonte ideológico, ético, lingüístico y cultural propio. (Es por ello que estas notas son una mirada sobre el puente zapatista desde una ventana diferente a las que el zapatismo ha construido.)

Y , simultáneamente a la creación de un nuevo vocabulario, la rebelión produjo, también, una nueva iconografía. La imagen caminó más de prisa que las palabras y, antes de que se escuchara la voz de los primeros comunicados, acreditó la composición social y origen del levantamiento: masivo, comunitario e indígena.

Más adelante, complementando a las palabras que no alcanzan a cubrir la función de la vista, fotografías, videos, camisetas, tarjetas postales, carteles han dado cuenta de la otra historia como drama político, como muestra de modos de ser, como expresión de solidaridad, como símbolo de la irreverencia. Los indios ya no se ven igual a como se veían antes de 1994. Las imágenes sobreviven y recrean al objeto representado. La rebelión es, entre otras cosas, el Marcos de carrillera, el que hace un gesto obsceno con la mano, el que fuma la pipa. Y la producción de esta su imagen seduce a revistas como Vanity Fair o a programas televisivos en cadena nacional en Estados Unidos como Sixty Minutes.

La rebelión echó a andar el poder de la imagen que expresa lo irreductible de la resistencia. Hizo imposible folclorizar la foto de las mujeres indígenas enfrentando desarmadas al ejército. Creó un dispositivo que hace difícil ver a las comunidades con lástima después de observar el documento gráfico que da cuenta de su dignidad ante las fuerzas represivas. Impidió tapar la aparición de los invisibles identificados por su paliacate rojo cubriendo el rostro y ya no como una cifra más de un programa gubernamental. Frustró los intentos por banalizar esa nueva épica de los de abajo, haciéndola aparecer como protesta de una especie de arqueología social frente a la modernidad. Pero la palabra también creó imágenes-relato, que, aunque nunca hayan sido retratadas, han resultado ser exuberantes, duras y convincentes. Muchas de esas representaciones son paisajes y personajes de naturaleza casi-mítica. El follaje de la Lacandona, Durito, el Viejo Antonio, los Antiguos Dioses, el Caracol se convirtieron en parte del imaginario social que escucha al zapatismo, en símbolos de identidad de la rebelión, con tanta fuerza como la de personajes de carne y hueso.

La rebelión ha sabido manejar con gran fuerza su debilidad y construido la imagen de sus propias razones. Su capacidad para enviar mensajes está llena de ingenio. La resistencia es, también, un hecho mediático.

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