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México D.F. Martes 9 de diciembre de 2003

Vilma Fuentes

Las nuevas guerras mundiales

Todos conocemos alguna versión del magnífico mito de don Juan, sea pieza de Tirso de Molina o de Molière, sea una versión popular con que se hace bailar a las calaveras el día de muertos, sea la ópera de Mozart. Pero si cada quien es capaz de recordar y repetir alguna frase de una u otra pieza, no todos recuerdan la entrada del Dom Juan ou le Festin de Pierre, de Molière, más que actual en la guerra que opone a fumadores y no fumadores. Guerra de fumadores amenazados de muerte contra militantes del ''bien'', esas buenas conciencias que desean morir en perfecta salud. Y digo esto ahora que ya no fumo y estuve a punto de morir a causa de mi abuso del cigarro.

Por ello me permito traducir aquí las palabras de Sganarelle, lacayo de Don Juan, con las que comienza la primera escena. Elles prennent vraiment aujourd'hui un relief extraordinaire.

''Sganarelle (con una tabaquera en la mano): -Digan lo que digan Aristóteles y toda la Filosofía, no hay nada igual al tabaco: es la pasión de la gente honesta, y quien vive sin tabaco no es digno de vivir. No sólo regocija y purga los cerebros humanos, sino que además instruye al alma en la virtud y enseña a devenir honesto hombre. ƑNo veis bien, en cuanto se ingiere, de qué complaciente manera se usa con todo mundo, y cómo se está encantado de dar a diestra y siniestra, en cualquier parte donde uno se halle? No se espera incluso a que alguien lo pida y se adelanta uno al deseo de los otros: tanto es verdad que el tabaco inspira sentimientos de honor y de virtud a todos los que lo prueban...''

Si el discurso del lacayo de don Juan parece hoy actual et stupéfiant, por su carácter provocador, lo fue también en la época de la creación de la pieza teatral, en 1665, pues el cigarro ha sido no sólo víctima de una guerra subrepticia que acumula las fuerzas del odio y lo vuelve el chivo expiatorio más fácilmente utilizado en espera de los estallidos sangrientos; el cigarro también ha sido y sigue siendo un acto convivial.

Un rápido trabajo de investigación, más histórica que policiaca -aunque en el caso ambas parecen confundirse-, al que me llevó la curiosidad, me pareció tan instructivo que no puedo resistir a la tentación de compartir este placer con los lectores de La Jornada.

Al parecer, el tabaco, descubierto por Colón, como descubrió el continente llamado americano, de casualidad -Ƒhay mejor causa y/o arte?-, fue introducido en Europa por los españoles, conoció una enorme boga desde 1560, época en que Nicot, embajador de Francia en Portugal, lo envió a Catalina de Médicis como remedio contra sus migrañas. Así, según la época, el mismo producto se considera un remedio o un veneno. Cuestión que deja pensativo o soñador. A menos que no se deba observar en este caso lo que algunos filósofos llaman las contradicciones dialécticas.

En fin, continuando mi investigación, puedo informar que el tabaco fue el objeto de una extrema afición: ''yerba santa (y no sólo para la garganta de Beny Moré), yerba contrra todos los males, panacea antártica''. Pero el tabaco sufre la suerte de las grandes stars, un día venerado como un dios y otro condenado al infierno de los pecadores. Así, reacción brutal: Luis XIII prohibió su venta, y en 1635 el reglamento de policía de París no la autoriza sino en las farmacias de la época y sólo contra receta médica.

En Inglaterra, las cosas no van mejor para el tabaco: Jacques I escribe el Misocapnos contra los fumadores. El papa Urbano VIII (fallecido en 1664) amenazó de excomunión a los fumadores y a todos aquellos que mascaban rapé en las iglesias. Sorel, en 1627, hace decir a Montenor, en el Berger extravagant: ''El tabaco es el postre de los Infiernos, no es carne celeste''. Su moda subsistió a pesar de todo y, si Luis XIV no sucumbió a su seducción, el regente cayó en su vicio. En 1674 Colbert, ministro de Finanzas, preferirá hacer del tabaco un monopolio de Estado, fuente inagotable de recursos -al parecer.

No es así casual que Molière haga pronunciar este elogio del tabaco a Sganarelle. Se trata no sólo de una entrada a la manera de la comedia antigua, sino también, y sobre todo, de una sátira contra los devotos de la época. Semejantes, quién duda, a los modernos devotos de la política correcta del bien y del mal, del pensamiento único que permite condenar al otro. Ese ''otro'' que despierta un miedo que justifica su asesinato.

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