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México D.F. Lunes 17 de noviembre de 2003

Hermann Bellinghausen

Vuelos de noche

Hubiera podido ser otra cosa. Piloto aviador, por ejemplo. O dentista; al menos a nosotros nos encantaba tumbarnos los dientes y las muelas, sin arredrarse ante lo rudimentario de sus técnicas; imposible enumerar los dientes de leche que me extrajo con el extremo de un hilo en la pieza condenada y el otro en la chapa de una puerta; eficaz era. El portazo.

Pero ante todo, aviador. Le tocó crecer en paralelo con el progreso de la aeronáutica. Como para muchos niños y jóvenes de su tiempo, su héroes fueron Santos Dumont, Lindbergh, Francisco Sarabia y un sobrino entonces famoso de Venustiano Carranza, Jesús, me parece. Mi abuelo lo llevaba a los llanos de Balbuena a ver los aviones. Disfrutaba subirse a la cabina de aquellos artefactos de 1925, y los pilotos eran afables con los niños, como hoy le toca serlo a un futbolista. Pronto supo todo de barómetros y altímetros y para qué servía cada palanquita.

De aquellas veces data también la prohibición. Su madre le ordenó no volar. Ella, que jamás tomó un aeroplano es su larga vida, inculcó en el niño los suficientes temores como para no hacer apetecible la fruta prohibida.

Se alimentó pues de las epopeyas de los pioneros, desde los hermanos Wright hasta los bombardeos a mano sobre el desierto de Africa por la aviación prusiana, la saga del noruego que sobrevoló la Antártida y la noche oscura de su alter ego Carlitos Lindbergh cruzando el Atlántico en el Espíritu de San Luis. De entre los libros que amó de grande, amaba Vol de nuit de Saint-Exupéry.

Inamovible como transcurrió su existencia, su espíritu fue viajero. Sin alzar los pies de la tierra (y sólo ésta tierra), se dedicó a volar. De hecho, lo que en la casa llamábamos "su estudio" no fue nunca un verdadero lugar de trabajo. Eso lo era, y en exceso, durante las mejores horas de cada día, la fábrica donde se empleó treinta años en la Industrial Vallejo. El estudio fue su rincón de sueños incumplidos, la plataforma del despegue eternamente diferido. Allí cultivaba básicamente dos actividades: armar avioncitos de plástico y coleccionar timbres postales. El aeromodelismo a la larga resulta limitado, pero la filatelia es una espiral sin fondo. A través de los timbres, que desde chico acumuló en cantidades que al tiempo de su anciana muerte serían estratosféricas, conoció todos los países del mundo, incluso los que dejaron de existir entre las guerras, y pronunciaba sus nombres en las lenguas originarias: Finlandia en finlandés, Croacia en serbocroata, Turquía en turco, y veneraba en especial las jetas de la reina Victoria y de Francisco José.

Los avioncitos colgaban del techo y las paredes en vuelo congelado, empolvándose. Pero la colección filatélica creció como un ser vivo, un insondable secreto que se propagaba en sí como yedra prodigiosa. Se inventó subcolecciones extraordinarias: sobres sellados a bordo de todos los zepelines que alguna vez hubo, con el timbre cancelado en el círculo polar ártico o a bordo del Queen Elizabeth. Y el infinito universo de los sobres de primer día de emisión, es decir el día que determinada estampilla salía a circulación en las islas Fidji, Tanganika, Kuwait o Togo.

Cada mes, religiosamente, recibíamos la revista de lomos amarillos de National Geographic, a cuya sociedad científica pertenecía, como todos los suscriptores. Fue un suscriptor profesional de lo que fuera, y nada poseyó en su vida mayor importancia que la correspondencia. Se las arregló para que fuera abundante. Diario llamó a mi madre a la hora de la comida, durante quién sabe cuántos años, para preguntarle qué llevó el cartero (que siempre fue el mismo esmirriado y lacónico hombre de uniforme gris en bicicleta, tan serio que ni Arcángela se atrevía a jugarle bromas). Mi padre prefirió, sobre otra cualquiera, la embriaguez de abrir cartas y paquetes, y dejar escapar maravillas y aromas.

Mantuvo amistades por carta en un montón de países, en inglés y alemán, ninguna en castellano que yo recuerde. Gente con la que nunca se encontró personalmente intercambió historias y fotos durante décadas, y asistió a bautizos y bodas en Adelaide, Lugano, Montagnola y Little Rock. No imagino que hubiera hecho de conocer Internet.

Si algo lo salvó de la dolorosa locura de la frustración fue ese volar de noche en el Espíritu de San Luis, la nave canónica cuya foto conservó, junto con las de sus amigos muertos, frente al escritorio de roble donde armaba avioncitos y pegaba millares de timbres con charnelas (un objeto de papel engomado que supongo que ya no existe). En el fondo de su corazón, insondable como todos los corazones verdaderos, conservó una clase de alas que nadie le pudo cortar. Carecía de ambiciones pero supo admirar, y nunca traicionó sus sueños originales.

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