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México D.F. Lunes 10 de noviembre de 2003

Hermann Bellinghausen

La tierra dura

La severa sequedad del desierto dibuja los rostros, afilados como lobos, un tanto virados al ocre por la arena que constantemente cubre sus facciones. Las manos. Las ropas del cuerpo. Hace tanto calor como viento, en un equilibrio casi soportable. Pueblo de viejas ruinas habitadas. También casas cerradas, o vacías. Solares entre cascarones de pared, y un suelo duro, muy duro.

Pueblo de mujeres solas que todas las tardes, guadalupanamente contritas, se suman a la procesión del rosario. Pueblo de viejos y niños que se aburren. Los hombres se han ido a Texas y California. La maquiladora de blue jeans que unos patrones de Monterrey habían puesto hace unos años quesque como fuente de trabajo para frenar la emigración, la acaban de cerrar. No indemnizaron a nadie, claro.

"Tierra. Pura tierra es lo que tenemos", dice la mujer de la tienda, que pasa las tardes sacudiendo tierra del mostrador y los anaqueles. Lo dice como una queja, como una maldición. Pensar que otras partes lo que la gente quiere es tierra, precisamente.

Día y noche pasan los trenes, largos y pesados. No se detienen. Ya no transportan pasaje, sólo carga. Cuarenta o cincuenta vagones con automóviles, refrigeradores, productos industriales estibados en contenedores, cisternas chorreantes de aceite o gasolina. Importaciones y exportaciones. Bienes materiales intangibles como el viento. En otro tiempo el ferrocarril hacía parada, muy formal y hasta puntual. Los pasajeros bajaban y subían. Los que iban más lejos se apeaban a estirar las piernas, echarse un trago en la Barca de Oro o un taco en el Tokio. Los pobladores vendían a los viajeros refrescos, tunas, flores de cacto, pollo en mole. Ahora los trenes son más frecuentes, robots que la gente preferiría ignorar, pero no

Algunos convoyes se detienen hasta por horas en las afueras. No falta un ágil y furtivo que aproveche para sustraer un refrigerador, una estufa, las llantas o el estéreo de los carros nuevos. Por eso La Empresa ha contratado un servicio de vigilantes privados que en camionetas del año recorren la vía por los dos lados, a la caza de maloras.

"Pitan siempre el mismo número de veces", lamenta la mujer. Pueden ser las tres de la mañana. O de la tarde. Al paso del lento animal de fierro lo anteceden los cornetazos apabullantes de la locomotora.

"A veces los maquinistas vienen a tomarse un refresco en mi tienda, cuando el tráfico de tantos otros trenes los detiene un rato. Y les he preguntado que para qué tanto pitazo, si aquí siempre hemos vivido con el tren y no nos vamos a dejar atropellar a lo tonto. Estamos obligados señora, dicen ellos. Nos tienen conectados a una computadora en la ciudad de México que cuenta las veces que tocamos en cada población, y si no damos los pitidos completos nos multan, señora, dicen".

Algunas familias todavía le arrancan al desierto un poco de maíz o lo que se pueda. No da el agua para más en esta tierra mal ganada, siempre en riesgo de anegarse de espinas otra vez. Los cactos y cardos avanzan, despacio como todo en el desierto, pero seguros. Pueblo sitiado por un mar de púas vivas y una vastedad donde nada ocurre.

La antigüedad promedio de los escasos automóviles hace que nuestra idea de La Habana o Matanzas sea de la más avanzada modernidad vehicular. No existe mucha diferencia entre las carrocerías destartaladas en algunos baldíos y talleres que parecen cementerio, y las camionetas Willis que van y vienen entre la pedregosa sierra y las veredas del desierto de Coronado. Carros reducidos a su mínima expresión metálica, sin más cristal que el parabrisas. Los asientos, de alambre semidesnudo. Las manijas y la palanca de velocidades, improvisadas con varilla de construcción.

Al dejar el poblado, el letrero de entrada aparece a la salida anunciando lo que quedó atrás, al revés de lo habitual. Una liebre orejona, animalón grande como perro grande, brota de un extremo del horizonte dando saltos de canguro, se encandila un segundo ante los faros del coche y esquiva con gracia milimétrica la muralla de biznagas y espinales, haciendo camino donde no lo hay. Sus ojos, negros y brillantes, se alejan hacia el desierto en un suspiro.

El viento achaparra los mesquites y joroba las palmas. Las serpientes cascabelean y se anillan en las manchas de la sombra. Diminutos camaleones se desperdigan con cautela en las afueras de Catorce, donde los cactos reinan lejanamente y la tierra dura un tiempo indestructible y silencioso.

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