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México D.F. Jueves 23 de octubre de 2003

Olga Harmony/ I

Semana de teatro alemán

Gracias a que el Festival Internacional Cervantino trajo montajes de dos de los más importantes creadores escénicos de Alemania en la actualidad, la Coordinación de Teatro del Instituto Nacional de Bellas Artes y el Instituto Goethe programaron una semana que abre y cierra con esos dos montajes y en la que se ofrecieron conferencias, mesas redondas y tres lecturas teatrales de otras tantas obras cuyos autores también se presentaron a dialogar con el público. En esta entrega intentaría desentrañar la adaptación de Frank Castorf a Un tranvía llamado deseo, de Tennessee Williams, que el director berlinés llamó Un tranvía llamado América -tomando por América a Estados Unidos, tal como hacen los propios estadunidenses y muchos euro-peos- y que suscitó entre nosotros los extremos del mayor elogio y el violento rechazo. Tal parece ser el sino del actual director de la Volksbühme, por lo que se sabe de sus presentaciones en otros países. Hacía tiempo que un fenómeno teatral no armaba tanto revuelo y me parece muy sano -aunque no comparto su punto de vista- que una parte del público manifestara su indignación en la segunda y última función. Me hace sentir que teatro y público están vivos.

Escenificado con una aparente anarquía que rompe todas las reglas del quehacer teatral, el texto renovado encierra uno de los discursos políticos más lúcidos que se pueden ver desde la izquierda, según mi humilde opinión. La adaptación gira alrededor de Stanley Kowalski, muy alejado del bello Marlon Brando en la película de Kazan (entre nosotros el no menos bello Wolf Ruvinskis en la memorable puesta de Seki Sano) y convertido en un hombre ya maduro, que en su natal Polonia combatió el estalinismo junto a Lech Walesa y fue preso político. Si para la izquierda latinoamericana la gesta de Solidaridad se emborronó un tanto por la injerencia de Karol Wojtyla y los sectores más conservadores de la clerecía, me imagino que en la Alemania de Lutero el Vaticano influye menos. Como sea, Stanley fue un héroe de la resistencia antiestalinista y en la actualidad se encuentra en Estados Unidos tan adaptado a la sociedad de consumo y sus maneras que cae en la corrupción, corrompiendo a su vez a terceros, para contrabandear mal licor -que venderá como whisky- en empaques de leche. El berlinés oriental que fue Castorf lanza su mirada aguda tanto hacia el pseudosocialismo ''real" como hacia el capitalismo. Desaparecido el primero, Un tranvía llamado América se lee como una obra anticapitalista.

Kowalski ya no es un conductor de camiones, sino que junto a sus amigos es un músico contratado para cantar en comerciales. Quizás lo que defina mejor la estrechez de su vida sea el momento en que aparece con el disfraz de gorila que usara en la publicidad televisiva quejándose de la jirafa que echó a perder su linda canción, como si se tratara de arte verdadero. Está la televisión, como un elemento más del consumismo, con rupturas brechtianas que a veces hacen sentir al espectador que asiste a un reality show. Y está el absoluto contraste entre las acotaciones, parcialmente tomadas del original de Tennessee Williams que se ven en la pantalla y lo que ocurre en la escena, en un juego dialéctico que es la columna de toda la escenificación. Sobre todo, por el rigor del discurso político en contraste con un gran desenfreno escénico, por momentos grosero y esperpéntico.

Blanche no es la damisela llena de fingidas ñoñeces, sino una mujer que ha tenido una vida dura y la soporta gracias al alcohol y al sexo; si miente es un poco a la manera pirandelliana de vestir al desnudo. Stella es menos dócil que en Williams y cada vez su grito se hace más fuerte y agudo. Los otros, incluyendo a Mitch, viven apresados en los límites de lo que es su vida. Al principio, los espléndidos actores cantan algunos parlamentos como en las viejas películas musicales y poco a poco ese tono meloso se va convirtiendo en una violencia extrema que llega a ser casi insoportable en la escena en que Stanley filma en video a su mujer, ya con dolores de parto, en lugar de llevarla al hospital y que resulta más terrible que la violencia sexual. El niño nace muerto y Blanche no va al manicomio, las dos hermanas, las víctimas, se unen ante el victimario. Y, como buen artista de izquierda, Castorf hace, cuando todo parece hundirse en la desgracia, que sus actores canten una vieja canción infantil, símbolo de esperanza en un futuro que se avizora mejor.

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