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México D.F. Martes 9 de septiembre de 2003

Leonardo Garcia Tsao

Toronto 2003: las virtudes de la precaución

Toronto. Debido a que el festival de Toronto no es competitivo, en esencia, y se divide en múltiples secciones, cubrirlo implica mucha más ansiedad que un certamen como Cannes, digamos. Con varias funciones de prensa sucediendo al mismo tiempo, uno debe elegir cuidadosamente o pasar varias instancias de frustración. Aunque ya se hayan visto varias de sus selecciones en festivales anteriores, tratar de abarcar lo más posible de un total de doscientos y pico de títulos se vuelve una misión realmente imposible.

Por ello, uno disfruta mucho haber elegido Zatoichi, la más reciente realización del japonés Takeshi Kitano, porque estos días no es fácil encontrar algo que brinde placer cinematográfico en estado puro. En su primera incursión en el género tradicional del jidai-geki, el cineasta recupera la figura del personaje titular, interpretando -con el cabello teñido de un anacrónico color rubio- al masajista ciego que en realidad es un maestro espadachín. Como en sus películas sobre yakuzas, el héroe aprovechará su destreza para establecer sangrienta justicia, en una trama que también involucra a un par de hermanos en busca de venganza, un apostador torpe y un diestro ronin que es contratado como guardaespaldas por uno de los clanes rivales.

Lejos de la delicadeza de su anterior Muñecas, Kitano aborda la película de samurais con su habitual mezcla de violencia estilizada, humor insospechado y belleza formal. En una sola secuencia de combate, derrama más hemoglobina que Kurosawa en toda su filmografía. Y hay instancias humorísticas que coquetean con la parodia. Tal vez el propio Kurosawa se revolcaría en su tumba, pero sólo Kitano es capaz de golpes de audacia como cerrar la película con un número multitudinario de tap, al estilo de un viejo musical hollywoodense.

Otro acierto fue B-Happy, del chileno Gonzalo Justiniano, que recupera el buen nivel de una película anterior como Amnesia. En este caso, el realizador ensaya el antimelodrama al contar con ironía la historia de una adolescente provinciana, cuya vida está signada por la desgracia: tras la huída de su padre asaltante (recién salido de la cárcel), la muerte prematura de su madre, la salida del clóset del hermano, ella se queda sola y expuesta al abuso sexual, a la prostitución y la represión policiaca. Sin embargo, nada de eso la intimida. Gracias al hallazgo de Manuela Martelli, una actriz no profesional dotada de una intensa mirada, la protagonista cumple su declaración inicial de "no tenerle miedo a nada" y le enmienda la plana a todas esas jovencitas martirizadas por el melodrama latinoamericano.

En cambio, la española Isabel Coixet cae en todas las trampas al contar en Mi vida sin mí, coproducción hispano-canadiense, el drama de una joven madre que se sabe desahuciada y desea morir cumpliendo una serie de propósitos. Sorprende saber que la compañía de Almodóvar, El Deseo, ha invertido en algo tan convencionalmente sensiblero.

En mi lista inicial de realizadores latinoamericanos en Toronto omití mencionar a un cineasta mexicano que ha debutado en Hollywood: Alejandro González Iñárritu, nada menos. Mucha expectación hay por ver 21 Grams (21 gramos), un proyecto escrito también por Guillermo Arriaga, autor de Amores perros, y que se había pensado hacer originalmente en México.

Todo se hace con cuidado y precaución en esta ciudad. Hace dos noches sonó la alarma de incendios en mi hotel; la administración avisaba por el sonido local a los huéspedes que no cundiera el pánico y se dispusieran a seguir instrucciones. En menos de cinco minutos, cuatro camiones de bomberos se estacionaron afuera del hotel. Toda la conmoción se debió a que alguien -nunca se supo quién- se puso a fumar en una escalera de emergencia, activando los detectores de humo. Ya lo he dicho... es una sociedad demasiado organizada.

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