México D.F. Domingo 18 de mayo de 2003
Hace una década había una o dos
por cada 10 varones; hoy son entre cuatro y cinco
Aumenta el número de niñas y adolescentes
en situación de calle
Las historias de Gabriela y Antonia, casos de jóvenes
madres que vivieron en avenidas del DF
MARIA RIVERA
Gabriela del Rosario Cardona tiene 14 años y un
hijo de tres meses. Desde los seis años, cuando dejó a su
familia adoptiva en Ciudad Juárez por los golpes y abusos sexuales
que recibía, no ha conocido más hogar que el asfalto y los
albergues a los que va cuando el cuerpo no da para más. Historias
como la suya no son únicas ni extraordinarias, explica Gelvin Sánchez,
director de programas de Casa Alianza -institución privada que atiende
a menores embarazadas-, cada día hay un mayor número de niñas
y adolescentes que viven en situación de calle.
"Hace una década -recuerda el directivo- de cada
10 niños de la calle una o dos eran mujeres. Actualmente, en cualquier
núcleo hay entre cuatro y cinco, pero existen algunos puntos en
los que son mayoría. Cada vez hay más niñas o muchachas
que se salen de sus casas y eso provoca nuevos problemas. Empiezan a tener
relaciones sexuales sin conocimientos de prevención de embarazos
o enfermedades de transmisión sexual. Muchas de las que llegan al
albergue tienen enfermedades de este tipo, condilomas o papilomas, aunque
afortunadamente muy pocas son portadoras de VIH-sida. Pero lo peor es que
está naciendo una generación de niños totalmente desprotegidos."
Los expertos opinan
En
Casa Daya explican que en la mayoría de los casos las niñas
y jovencitas abandonan su hogar después de ser víctimas de
violaciones y maltrato. "Las niñas en situación de calle
no se producen por generación espontánea", destaca la sicóloga
Cristina Montoya, "sino que existen porque antes hubo una profunda descomposición
social de toda la red que podía ayudarlas. Muchas provienen de medios
violentos y han sido víctimas de abusos sexuales por parte de algún
miembro de la familia. En estos casos, aunque sea un secreto a voces, todos
callan mientras no haya evidencias, pero cuando la niña se embaraza
es más fácil echarle la culpa a ella, usarla de chivo expiatorio
y expulsarla, a revisar qué pasa ahí.
"Como consecuencia de la desvinculación familiar
estas niñas comienzan a procrear en la calle a muy temprana edad,
en situaciones muy desfavorables, recibiendo en casi todos los casos drogas,
alcohol, golpes y rechazo."
El caso de Gabriela
Gabriela relata que después que dejó su
casa fue a parar a un barrio de Ciudad Juárez donde se prostituían
travestis y en el que ocasionalmente los clientes también trataban
de abusar de ella. A los ocho años decidió huir de ese mundo.
Alguien le habló de Guadalajara y preguntó cómo llegar.
Se encaminó a la carretera y pidió aventón. La caída
al abismo tenía una estación de paso: el camionero que la
levantó la vio sola e indefensa y la violó. "Me dejó
tirada en la carretera. Como no tengo familia ni tengo nada, no hallaba
qué hacer. Cuando la gente me pregunta cómo es mi vida les
digo que hasta últimamente me ha ido bien, antes para qué
les cuento".
Recuerda que como pudo llegó a la perla tapatía,
donde consiguió trabajo de mesera en un centro botanero. Ahí
pasó toda su niñez, sin recibir salario, soportando insultos
y golpes. Trabajando en condiciones de semiesclavitud. "No me pagaban ni
nada, pero no me podía ir. ¿A dónde?"
A los 13 años cambió Jalisco por las banquetas
y los albergues del Distrito Federal. En este mundo procreó al niño
con otro joven en su misma situación. "Pero como no era una relación
muy estable y él tenía un carácter muy feo nunca funcionó",
explica la joven, que actualmente vive en casa Daya, institución
dirigida a la protección de niñas y adolescentes embarazadas
o con bebés en estado de abandono. "A mí, entonces, me gustaba
la mala vida: tomar, echar relajo, andar con muchos chavitos. Cuando supe
que estaba embarazada no quería tenerlo. Lo rechacé. Me sentía
como un ser sucio y que no podía tener dentro de mí a una
criatura. Pero conocí a un chavo que me ayudó a pensar las
cosas y al final decidí aceptarlo".
El 17 de febrero el bebé nació por cesárea.
No quería que fuera mujer, para que no sufriera lo que ella había
pasado. Por eso cuando le dijeron que era hombre se emocionó, "como
si me hubieran regalado millones de pesos o una casa". Cada vez se siente
más cercana a William, como ha decidido que se llamará su
hijo, y agrega que piensa tratarlo como a ella le hubiera gustado que fuera
su madre.
Demasiado para tan corta edad. Las remembranzas trasforman
el rostro de la muchacha, convirtiéndolo en un grito silencioso.
"Lo que más recuerdo es el hambre. Todo el tiempo tienes hambre.
Si hay activo, te drogas para que se te quite; pero si no, el tiempo
se va en buscar comida, y aunque la encuentres tirada, ni modo, te la comes.
También aprendes a dormir entre orines, sentada, parada, con frío.
Y si hay calor te alegras, pues te fue bien".
El bebé, percibiendo su dolor, voltea a mirarla.
La madre lo arrulla y le dice que no pasa nada, que ahora están
a salvo. Mira a su alrededor y el pequeño cuartito que le ofrece
casa Daya le confirma lo dicho. En un perchero cuelga su escasa pero ordenada
ropa, y en una mesita se alinean frascos de crema y champú, así
como los pañales del niño. No tiene fotos familiares, como
otras de las albergadas, ni recuerdos. Un cartel del grupo Las cuerdas
de Venezuela del rey Filobello, que le regalaron cuando tocaron en
el parque de la delegación, es lo más cercano a algo propio.
"Ahora sé que fui una niña abusada, me lo
han hecho ver los sicólogos de aquí, pero yo antes no lo
sabía. Me siento protegida. Terminé la primaria y ahora me
voy a inscribir en secundaria. Quiero estudiar enfermería. Sé
que me tengo que quedar un buen rato para prepararme para la vida, porque
si no cómo voy a mantener al niño. Por lo menos aquí
tenemos alimentación y techo. ¿Qué más puedo
pedir?"
De algún profundo lugar que aún no ha sido
destruido esta niña saca una sonrisa.
Antonia: 18 años y tres hijos
Antonia
García León tiene 18 años, una hija de cuatro años
de una pareja y una bebé de nueve meses de otra. Perdió la
custodia de una tercera en una época en que se alcoholizaba y drogaba.
El recuerdo de la niña es lo único que parece hacer mella
en esta veracruzana de carácter recio. Se le quiebra la voz cuando
comenta que ya nunca más la volverá a ver, porque fue dada
en adopción a una familia estadunidense. Lo único que le
queda de ella es una fotografía que le mandaron cuando cumplió
seis meses.
Cuenta que vivió en Veracruz en situación
de calle hasta que quedó embarazada de un "muchacho de casa", fórmula
con la que lo diferencia de sus compañeros. Y aunque conserva familia
en aquel estado, asegura que desde los siete años supo que no contaba
con ninguno y prefirió dejarlos. Para olvidar su soledad empezó
a consumir thiner y piedra. Así creció.
Cuando conoció al padre de su primera hija creyó
que había encontrado una familia, pero no fue así. Al poco
tiempo el joven la abandonó y no le quedó más remedio
que venirse al DF. Aquí nació la niña. "Y aunque me
drogaba no permitía que nadie me ayudara a cuidarla. Siempre andaba
conmigo. Con lo que sacaba de limpiar parabrisas le daba de comer".
A los 16 años se juntó con otro muchacho
y tuvo a su segunda hija, pero la desatención originó que
perdiera su custodia. De una relación con un microbusero nació
la tercer menor; sin embargo, cuenta, los celos de él lo llevaban
a golpearla por el menor motivo, hasta que lo dejó. Tras varios
intentos de reconciliación la relación se rompió definitivamente.
Ahora, insiste, lo único que quiere es recomponer
su vida. Vive en casa Daya y está arreglando sus papeles para estudiar.
"Quiero ser cultora de belleza y trabajar. No pienso perder a mis hijas,
como me pasó con la otra. Y aunque ya no quiero sufrir, me gustaría
conocer a un chavo que me acepte con mis hijas y no les pegue". El tamaño
de sus deseos habla de su soledad, de su desventura y de una tremenda necesidad
de ser valorada. Estas muchachas saben que cada momento es un obstáculo
difícil de superar y que el mañana queda demasiado lejos.
Por eso su imaginación no se atreve a volar muy alto. Sus sueños
viajan a ras de asfalto, como ellas.
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