IRAK: LA CAJA DE PANDORA Anteayer, Richard B. Myers, jefe del Comando Conjunto de las fuerzas armadas estadunidenses, opinó que éstas, en su calidad de invasoras y ocupantes del territorio iraquí, aún tienen por delante "mucho trabajo peligroso en materia de seguridad y estabilidad". Unas horas más tarde, y con el telón de fondo del masivo repudio chiíta a la presencia de las fuerzas que han destruido el país, otro general estadunidense, Jay Garner, procónsul de George W. Bush para Irak, manifestaba su optimismo y afirmaba que "las cosas han avanzado con increíble rapidez y creo que (a los iraquíes) les ha ido mejor de lo que pensaban". Ciertamente, en el país árabe arrasado por los ingleses y los estadunidenses "las cosas han avanzado con increíble rapidez", pero no en la dirección que piensan los agresores: la constitución de un gobierno avasallado que permita la realización de negocios de reconstrucción y la concesión de contratos petroleros a las empresas de los países ocupantes. Lo que está ocurriendo en el Irak destruido, incendiado, masacrado y saqueado es la gestación rápida de nuevos y diversos frentes de resistencia a los invasores. El más claro de estos frentes es el que conforman los chiítas iraquíes -60 por ciento de la población-, quienes han demostrado una organización, una cohesión y una capacidad de respuesta que tres décadas de represión oficial no lograron erradicar. Tales atributos se manifestaron en cuanto las comunidades chiítas y sus dirigencias pudieron estar seguras del colapso del régimen de Saddam Hussein. Para sorpresa de Washington y Londres, sin embargo, los manifestantes chiítas en Kerbala, lejos de agradecer su "liberación" y la destrucción del gobierno nacional, se han movilizado para repudiar a las fuerzas ocupantes y exigir su inmediata salida del país. Paradójicamente, el proyecto político explícito de los chiítas, la constitución de una república islámica semejante a la iraní, es, para los intereses de estadunidenses y británicos, algo mucho peor que el extinto régimen de Saddam, una dictadura sangrienta y corrupta, sí, pero secular y distante de cualquier fundamentalismo, con la cual Occidente pudo dialogar y hacer negocios durante más de una década. En esa lógica, el fortalecimiento de los ayatolas del sur de Irak, efecto colateral de la agresión angloestadunidense contra Bagdad, significa un nuevo impulso al integrismo y a los fanatismos antioccidentales que imperan en Medio Oriente y un caldo de cultivo para el terrorismo religioso. Desde otra perspectiva, la caída de Saddam ha robustecido significativamente a las organizaciones kurdas que operan en el norte de Irak. Las potencias que ocupan el país distan de tener bajo control a tales organizaciones, las cuales han conseguido establecer diversos niveles de poder municipal y regional autónomo, escenario inaceptable para el gobierno nacional de la vecina Turquía. Ankara considera la autonomía de las regiones kurdas iraquíes como una amenaza directa a su seguridad nacional, y a corto o mediano plazo este conflicto latente podría generar una nueva guerra entre Irak y su vecino del norte, si no es que una fractura en el seno de la OTAN. En el centro de Irak, por último, la población mayoritaria allí, de tendencia sunita, está siendo empujada -por la insensibilidad, la brutalidad y la vesania de los gobiernos de Bush y de Tony Blair- a la disyuntiva entre alentar movimientos seculares de resistencia y liberación nacional o dar sustento a fundamentalismos islámicos más próximos al movimiento de los talibanes paquistaníes que a los chiítas radicales que hicieron la revolución islámica en el vecino Irán. Tales son, entre otras, las tempestades que tarde o temprano cosecharán Washington y Londres tras su siembra de muerte, destrucción y violencia en las sufridas tierras iraquíes.
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