Directora General: Carmen Lira Saade
México D.F. Sábado 15 de marzo de 2003
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Cultura

Eulalio Ferrer Rodríguez

Reivindicación del género epistolar

La silla del águila, la más reciente novela de Carlos Fuentes, ha reivindicado, en cierto modo, el género epistolar, oficio antiguo de escribanos, privilegio de poetas y refugio de grandes pensadores. Inscrito ahora en esa historia, Carlos Fuentes nos dice que ''hoy, no nos queda más remedio que escribirnos cartas. Todas las demás formas de comunicación se han cortado". En efecto, en tanto atributo esencial de la letra escrita, el diálogo epistolar es uno de los pocos espacios comunicativos que se salvan de las mecanizaciones masivas y atolondrantes de un tiempo cada vez más dominado por la amnesia y el insomnio. Las cargas informativas, tan variadas y frecuentes, contribuyen a la primera, y los flujos, a toda hora, de los entretenimientos y sus desviaciones son causa primordial de que hoy se duerma menos. El teléfono, que era una artesanía sobreviviente de los soliloquios comunicativos, ha cedido su lugar, en gran parte, al reino exhibicionista de los llamados celulares. Su eminente y eficaz aportación a las funciones prácticas más diversas, se alterna con la superficialidad del esnobismo y el estatus social. Al grado de que su movilidad, al desplazar el intimismo, alienta el andante peripatético de los usos actuales, incluido su alarde ostentoso, como una especie de aperitivo sonoro y gestual, en las mesas de los restaurantes preferidos por los dueños o detentadores de ese aparatito de oreja y bolsillo.

Rike aseguraba que la carta es la mejor forma de ejercitar el alma. El poeta Pedro Salinas dejó escrito: ''Yo sostengo que la carta es, por lo menos, tan valioso invento como la rueda en el curso de la vida de la humanidad". Indudablemente, el género epistolar goza de una tradición que le distingue como uno de los medios de comunicación más expresivos y trascendentes. Vale recordar, porque son un verdadero tratado del tema, según Petrarca, las Cartas familiares, de Cicerón, pródigo en ellas. Históricas son las de Platón a Dionisio y las 124 de Séneca a Lucilio. Tampoco pueden olvidarse las Cartas ejemplares, de Horacio y Ovidio, en una Roma que implantaría la norma epistolar de dividir la carta en cinco partes: Salutatio, exordium, narratio, petitio y conclusio. En los registros políticos de Roma, el invento atribuido al poeta Catulo, llamado El insobornable, constan las Cartas en cadena que se hicieron circular en la época de Julio César, bajo la firma de un ''Consejo de los veinte", integrado por personas prominentes, con su lema ''Muerte a César, por nuestra patria y nuestros dioses", mensajes que cada receptor debería enviar en el mayor secreto a otros cinco ciudadanos. Entre los apóstoles cristianos, destaca San Pablo, gran maestro del género, con sus 14 epístolas dirigidas a siete iglesias y a sus discípulos Timoteo, Tito y Filemón. Voltaire, con su mordaz ironía, se atrevió a comentar que las epístolas de San Pablo eran tan sublimes que era muy difícil comprenderlas. Instrumento propagandístico del cristianismo, son notorios el Epistolario místico de Santa Teresa de Jesús y, a la vez, el Epistolario a Santa Teresa de Jesús escrito por fray Luis de León. Vale anotar que el romántico Epistolario de San Bernardo de Claraval, declarado Santo Patrono de la Publicidad en la Italia de mediados del siglo XX, ha sido considerado, desde su enfoque religioso, uno de los más importantes de los siglos medios.

ƑCartas famosas? La historia las prodiga. De las Cartas de viajes, de Cristóbal Colón, a las Cartas de relación, de Hernán Cortés. De las tres epístolas, de Galileo, al Epistolario fárrago, de Juan Luis Vives. De las Cartas sobre los ciegos y sordomudos, de Diderot, a las Cartas de la montaña, de Rousseau. Y las Cartas provinciales, de fray Servando Teresa de Mier, y las Cartas persas, de Montesquieu, y las Cartas eruditas, de Feijoo. Sin faltar las Cartas marruecas, de José Cadalso y la Epístola a Horacio, de Menéndez Pelayo, y las Cartas Mexicanas, de la marquesa de Calderón de la Barca.

Obviamente, el género literario abunda en testimonios, sobre todo en el rico espacio de los siglos XVIII y XIX. La novela convertida en cartas y a la inversa. Las cartas no sustituyen a la ficción, pero la recrean con cierto aire de realidad subconsciente -y a veces consciente-, como si ellas fueran un diálogo vivo y los personajes existieran verdaderamente. Me parece que todavía no se ha explorado a fondo la contribución del género epistolar en la literatura, aunque no faltan intentos. Se acrecentarán, pensamos en la medida en que la carta, memorial de vida, se reivindique como medio de comunicación, acaso terapéutico, en este tiempo de desbordamientos tecnológicos y aislantes, mecanizadores del diálogo.

En su investigación sobre el género epistolar, Carlos Monsiváis cita como obra cumbre de la novela, en el siglo XVIII, Las relaciones peligrosas, de Choderlos de Laclos. Como extensiones de esa época deben mencionarse, entre otras, Clarissa Harlowe, de Samuel Richardson; Humphry Clinker, de Tobías Smollet, y Las penas del joven Wherther, de Goethe. Son pródigos, igualmente, los títulos narrativos asociados al nombre del género. Uno de los más antiguos -siglo XV-, quizá sea la fábula poética Cartas de Aquiles y Polixena, del catalán Jean Rois. Con el sello característico de Franciso de Quevedo son las Cartas del Caballero de la Tenaza. Ejemplos referenciales constituyen Un cartero con un paquete de cartas locas, de Nicolás Bretón; Las cartas de una señora en París a una señora de Avignon, de Madame Dunoyer; las Originales cartas de Fernando e Isabel, de John Davis, y Una novela en siete cartas, de Dostoievski. Agregaríamos finalmente, el título de la comedia Cartas de mujeres, de Jacinto Benavente y el de la novela Carta a un rehén, que escribía antes de morir Antoine de Saint Exupéry.

Sobre este panorama histórico, La silla del águila, de Carlos Fuentes, es una aportación renovadora y reivindicativa del género epistolar. La memoria es cautivada por la identidad de los nombres reales, asociados a los de la invención novelesca en abiertas triangulaciones e interdiálogos de una vivacidad narrativa que se conjuga con las vibraciones de un lenguaje articulado en el ingenio popular. Todos los eufemismos, aun los más crudos y perversos, caben en él: de la comedia política, con sus humorismos y vilezas, a los aforismos históricos, con sus claves mexicanas. La novela de Carlos Fuentes, además de ser una denuncia atrevida y sin restricciones del descrédito del oficio político en México, tiene todos los encantos escénicos de la imaginación literaria al servicio narrativo de un argumento real y bien estructurado -el lector individualizado como receptor-, que comienza y culmina con La silla del águila. El estilo de un escritor se va formando en las cartas, advertía Honorato de Balzac. En sus cartas, Carlos Fuentes demuestra que su categoría de novelista domina en plenitud el género epistolar. Cumple con absoluta fidelidad, en un libro rico en sentencias, la que firmó Baltasar Gracián: ''Advertid que no hay otro saber en el mundo todo, como el saber escribir una carta". Un Tlatoani moderno alza su gran voz en la de Carlos Fuentes, escritor de emociones y convicciones, amante original y aleccionador del diálogo humanista y transparente de la comunicación epistolar.

Números Anteriores (Disponibles desde el 29 de marzo de 1996)
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