Directora General: Carmen Lira Saade
México D.F. Domingo 16 de febrero de 2003
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Política

NO EN NUESTRO NOMBRE

Carta de Nueva York: guerra no, vida sí

ADOLFO GILLY

Una enorme multitud paralizó Manhattan por muchas horas. Vinieron por cientos de miles, muchos más de cuanto el alcalde y la policía habían calculado. Hacía un frío espantoso, cinco grados centígrados bajo cero al mediodía. El ambiente era de protesta y de fiesta.

La ineptitud de las autoridades contribuyó al desbordante éxito de la concentración contra la guerra. En un rasgo de peculiar inteligencia administrativa, la alcaldía no autorizó una manifestación por una de las grandes avenidas, sino solamente una concentración cerca de la sede de Naciones Unidas. En consecuencia, la policía bloqueó todos los cruces de calles con vallas y camiones, y trató de permitir el paso de los autos por las avenidas, para impedir el de los manifestantes. Entonces, los cientos de miles tuvieron que llegar por decenas de calles laterales. Fueron detenidos por las vallas, el tráfico se congestionó y detuvo, y la mancha humana fue cubriendo una tras otra las calles de Manhattan, y después las avenidas.

La policía, siguiendo las brillantes instrucciones recibidas (herencia de la época de Rudolph Giuliani), los empujaba y obligaba a caminar por las aceras. Pero en las banquetas laterales los manifestantes no cabían y entonces, sin violencia y con calma, tenían que bajarse a la calzada. La policía, que jamás había imaginado tanta asistencia, estaba desbordada. Tampoco podía reprimir, pues nadie la atacaba ni la empujaba, y además no había por dónde hacer retroceder o correr a la gente. Todas las calles, en un radio de 20 o 30 cuadras en ambos sentidos, horizontal y vertical, estaban bloqueadas por la multitud de seres humanos, cada uno con su respectivo cuerpo ocupando un espacio. Literalmente, era un embotellamiento humano y no había para dónde hacerse, mientras el frío subía desde el pavimento por los pies y las piernas, pero no llegaba más arriba porque todos estábamos bien abrigados y, la verdad, con la cabeza caliente por los gorros y por la alegría.

El genio policial y las órdenes del alcalde Michael Bloomberg para prohibir la manifestación habían logrado que todo Manhattan fuera una sola manifestación, que los carros se quedaran entrampados (muchos conductores esperaban y saludaban a los manifestantes) y que la gente, detenida por horas bajo el frío glacial, se pusiera a festejar esta peculiar demostración de la incapacidad administrativa y la estupidez humana.

Algunos traían radios que se colocaban sobre las cabezas, y todos alrededor escuchaban las noticias de otras manifestaciones en otras ciudades o de lo que sucedía 10 cuadras más allá. Otros llamaban a familiares y amigos con sus celulares, y referían a los circunstantes lo que la televisión estaba transmitiendo o lo que se veía desde lo alto de las ventanas sobre las calles. Los puentes de entrada a la isla de Manhattan también estaban bloqueados por los embotellamientos, y mientras los oradores -Desmond Tutu entre ellos- hablaban desde algún lugar cercano a Naciones Unidas, la multitud escuchaba con sus radios o gritaba consignas, o comentaba o festejaba el éxito desbordante que todos estábamos viviendo.

De Londres, Roma y Berlín llegaban noticias parecidas. Las pancartas se burlaban de Bush y de sus dotes intelectuales. Una decía: "Bin Laden quiere la guerra, nosotros no". Desde Los Angeles, al otro lado del país, un actor entrevistado declaraba: "Guerra no, vida sí". Lo mismo había dicho, con otras palabras, Desmond Tutu, premio Nobel de la Paz, en su discurso de Nueva York.

La multitud estaba alegre, porque sabía que había ocupado con su presencia y con sus gritos, al mismo tiempo, las grandes capitales y las ciudades del mundo. Estamos en lo dicho: las ciudades son nuestras.

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