Directora General: Carmen Lira Saade
México D.F. Viernes 17 de enero de 2003
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Política

Jorge Camil

Retórica revolucionaria

Durante los 71 años que permaneció en el ejercicio del poder el PRI fue incapaz de desarrollar una ideología política. Su filosofía de partido o, mejor dicho, su plataforma, la fijaban los designios del presidente en turno, expresados mediante proclamaciones grandilocuentes y frases huecas repetidas hasta el cansancio en los medios y en los actos oficiales. Así se fue creando una retórica oficial tolerada por el pueblo, pero desprovista de conceptos. Algunos términos, como la palabra revolución, se convirtieron en la justificación de todas las conductas oficiales y en la razón de ser de todos los programas de gobierno, y el sustantivo revolución, encarnado en adjetivo masculino (revolucionario), era el único término políticamente correcto para calificar al Presidente de la República.

El presidente en turno era necesariamente revolucionario, aunque hubiese nacido décadas después de la Revolución de 1910 o, como dicen los verdaderos revolucionarios, "jamás hubiese olido la pólvora". (Un destacado general y presidente del partido oficial llegó al extremo de convertir la Revolución en jinete, afirmando que en el México contemporáneo el movimiento de 1910 "se había bajado del caballo".)

La Revolución continuó en el diccionario de la retórica oficial hasta el gobierno de Miguel de la Madrid, quien no obstante ser un tecnócrata egresado de Harvard tuvo la ocurrencia de calificar su sexenio como de nacionalismo revolucionario, en un esfuerzo inútil por emular a Lázaro Cárdenas, el modelo de todos los presidentes posrevolucionarios. Después, en el sexenio de Carlos Salinas de Gortari, la retórica gubernamental comenzó a apartarse de la Revolución, hasta que el término cayó en desuso durante el gobierno de Ernesto Zedillo, moderno funcionario público más interesado en los arcanos principios de la econometría que en las glorias revolucionarias. En algunos casos la retórica oficial resultó vergonzosa o contraproducente. Por ejemplo, durante el mandato de José López Portillo, el Presidente ordenó a los mexicanos prepararse para "administrar la abundancia", y a la postre dejó al país inmerso en una de las peores crisis económicas de su historia. Y Luis Echeverría, emulando también a Cárdenas, adoptó optimista el lema "arriba y adelante", al tiempo que retrocedía y hundía la economía sustituyendo el modelo probado del "desarrollo estabilizador" por la entelequia del "desarrollo compartido", un proyecto económico que dio al traste con 25 años de estabilidad financiera y crecimiento sostenido.

Nadie puede negar que uno de los principales legados de la Revolución fue el principio de la "no relección", medida que impidió la permanencia indefinida del Ejecutivo en el poder (aunque el genio político de Plutarco Elías Calles haya logrado evadirla durante el maximato, cuando el ingenio popular resumió la realidad política nacional en el agudo refrán "aquí vive el Presidente; el que manda vive enfrente"). Sin embargo, en un esfuerzo por engrandecer más de la cuenta los beneficios de la Revolución, la "no relección" perdió su brillo original cuando se utilizó, en medio de la práctica generalizada del fraude electoral, para formar parte del paradigma de todos los lemas revolucionarios: "sufragio efectivo, no relección".

En forma predecible, toda la parafernalia revolucionaria se fue por la borda con la derrota del Partido "Revolucionario (e) Institucional" (osado contrasentido kafkiano que no deja de asombrar a propios y extraños). Privilegiando algunos símbolos religiosos (como el estandarte de la Virgen de Guadalupe al inicio de la campaña electoral y el crucifijo obsequiado al Presidente el día de la toma de posesión) el gobierno de Vicente Fox retiró de la circulación a casi todos los santones republicanos.

La nueva retórica oficial archivó el nombre de Benito Juárez y dejó de elogiar las hazañas revolucionarias de Zapata, Carranza, Obregón y del mismo general Calles. Y confirmando que la historia de México se continúa desarrollando ante nuestros propios ojos (se adivinan aún reminiscencias de la cristiada) el gobierno de la República ha minimizado considerablemente la eufórica celebración de dos actos de gobierno que creíamos enraizados para siempre: la reforma agraria y la expropiación petrolera. Se escucha, sí, de vez en cuando, el nombre de Francisco I. Madero, héroe prominente en el santoral de la República, con el cual se identifica el Presidente porque fue otro pequeño propietario agrícola que abandonó la vida privada para lanzarse a la aventura democrática.

Es evidente que Fox alberga ilusiones de haber derrocado al antiguo priísmo para siempre. Sin embargo, sería interesante ver si la llegada al poder de un nuevo PRI traería consigo el regreso de la rebuscada retórica revolucionaria del siglo pasado. El tiempo lo dirá.

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