Directora General: Carmen Lira Saade
México D.F. Miércoles 27 de noviembre de 2002
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Política

Arnoldo Kraus

Gracias

Autopresentarse es una labor absolutamente ingrata. Para salir airoso y aceptar que todo lo que uno dice de uno mismo es "casi" cierto debe contarse con un ego impermeable, inastillable, sordo y que tenga la capacidad de mezclar las teorías de Freud con la visión del mundo de Woody Allen. Es decir, saber burlarse de uno, de preferencia mucho, en voz alta, y entender lo poco que representamos para la madre Tierra. En síntesis es imprescindible reconocer que entre la profunda necesidad postulada por Freud de encontrarse a través del propio yo, y la mirada irónica de Allen, sólo existe una certeza: lo más consustancial de todos los seres humanos es que sólo somos partículas infinitamente efímeras.

Efímeras en el sentido de corta duración, de pasajero. Como las fiebres efímeras, que por ser fugaces y transitorias desvelan al médico y preocupan al enfermo mientras se revela el origen de la enfermedad. Fiebres que desaparecen cuando se establece el diagnóstico y se indica el tratamiento, pero que heredan a su paso, al menos, una certeza: somos personas efímeras mortalmente vivas.

Hablé de lo efímero por lo mismo que me gusta hablar de carpe diem -"goza este día y cógele presto sin detenerte", decía Horacio- y hablé también de lo efímero por considerar que vivir el presente no debe ser un observar sin cuestionar o una costumbre, sino una obligación. Obligación que adquiere sentido cuando la ética del oficio de vivir y su alegría se plasman en el lenguaje del tiempo y en las horas que construyen los días. Y cavilé también sobre lo efímero so pretexto de contradecirme y explicar que, entre muchas cosas, hay algunas vivencias que aunque producen fiebre no duelen ni atemorizan ni son fugaces. Tan sólo preguntan, tan sólo recuerdan el valor "de lo corto", "de lo breve", "de lo pequeño".

La primera certeza no efímera es la que surge cuando emoción y pasión se funden. Este pequeño libro es para mí eso: emoción y pasión. Así viví el libro y así deseo compartirlo con ustedes. Para no cavilar demasiado acerca de las avenidas y las inquietudes que nacen cuando el binomio emoción y pasión se conjuntan, les platico una anécdota que describe bien esos estados.

Cuando niño, habré tenido siete u ocho años, me inscribí en los boy scouts. Después de dos meses llegó la primera excursión. La muy lejana tierra de La Marquesa era la meta. El día previo empaqué y desempaqué mi mochila unas 50 mil veces. Repasé y volví a repasar lo que debía llevar con minucioso cuidado: el bordón, la ropa, la cantimplora y los tenis quedaron listos. Dada la magnitud de la aventura, no escatimé en ningún renglón: el agua, las provisiones e incluso el botiquín eran suficientes para pernoctar durante varios días en caso de emergencia -huelga decir que la excursión duraría tan sólo unas horas. Para mí, sin embargo, era obvio que La Marquesa era similar al Everest y que la experiencia sería inmejorable.

Llegada la noche mis padres me enviaron a dormir temprano para que tuviese fuerza y pudiera sortear con bien tan magna aventura, pues la cita con el jefe de patrulla y el resto de los compañeros había sido programada a las siete de la mañana. Por ende, me metí o, mejor dicho, me metieron a la cama a las nueve de la noche. Tres horas después, a las doce, estaba en el cuarto de mis padres preguntando si ya debería vestirme. A partir de esa hora me levanté con rigurosa puntualidad. Cada hora despertaba a mis progenitores para averiguar si ya era tiempo de marchar y, de paso, confirmar si no había amanecido sin que me diese cuenta. Por supuesto, mis padres juraron que ésa sería la primera y última excursión. Finalmente, a las seis de la mañana me quedé dormido, soñando con osos y la escarpada montaña. En esa ocasión la emoción incontrolable y el desvelo vencieron a la pasión: la mochila, el bordón y quien habla no ascendieron los temidos riscos de La Marquesa, pues no hubo poder suficiente para despertarme.

Lo que tampoco es efímero, ni fugaz, es la amistad. También cuando niño, mi padre me habló "del valor de la amistad". Del valor de tener amigos. De los amigos que hacen que lo efímero no sea ni banal ni pasajero y que enseñan que las historias que cuenta la vida se leen mejor mediante la escucha y la voz de los camaradas. De ese remanso callado que en ocasiones observa y, en otras, pregunta. Los amigos son una suerte de otro yo, donde la visión de lo propio y de lo ajeno encuentran cimiento. Son un espacio que nace dentro de uno, pero que sólo existe fuera de uno. Son como la tierra: hay que cultivarla para cultivarse.

Esa es una de las partes fundamentales de la historia de este modesto libro. En su construcción las ideas se alimentaron gracias a las muchas palabras y a las críticas de varios amigos, quienes, afortunadamente, siempre señalaron los errores y casi nunca los aciertos. ƑQuién es uno si no se oye y observa por medio de la crítica o de las sugerencias de ese apéndice imprescindible que son los amigos? La otra parte de la historia está incluida en la dedicatoria de este libro, la cual leo:

A la casa Kraus. Donde habitan y viven Déborah, Daniela, Ilana y Gabriel. Al hogar donde escribí estas páginas y cuyas paredes atestiguaron discusiones, encuentros y desavenencias por lo dicho y por lo no dicho. A los cuatro los abrazo. Con los cuatro he caminado.

Finalmente, a quienes editaron el libro, a quienes lo corrigieron, a quienes hoy lo comentaron, a quienes nos hicieron viajar a través de la música y, sobre todo, al público, les agradezco infinitamente su amistad.

Fragmentos del texto leído en la presentación del libro Una lectura de la vida (AK).

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