Directora General: Carmen Lira Saade
México D.F. Miércoles 27 de noviembre de 2002
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Política

Carlos Martínez García

Documentar la barbarie

La escena se repite con preocupante frecuencia en distintas partes de la sociedad mexicana: una turba inflamada de odio y poseída por un torcido sentido de justicia patea, tortura, insulta, lanza piedras y, finalmente, lincha hasta dar muerte a quien considera que ha cometido agravios imperdonables en contra de una comunidad. Estas acciones tienen lugar lo mismo en el México rural que en concentraciones urbanas como el Distrito Federal. Se trata del linchamiento, de la mal entendida justicia por propia mano.

Tuve la oportunidad de formar parte del jurado del primer certamen de ensayo Linchamiento: justicia por propia mano, al que convocó la Comisión Nacional de los Derechos Humanos. Acompañé en esta labor, entre otros, al excelente reportero de La Jornada Víctor Ballinas, experto en el tema de los derechos humanos, los organismos que los defienden y los obstáculos que perviven para su plena garantía en nuestro país. Hoy tendrá lugar la ceremonia en que se entregarán los reconocimientos a los que consideramos los mejores trabajos presentados. Tuvimos que leer más de 70 ensayos, cantidad que rebasó las expectativas iniciales de los organizadores y de quienes fungimos como evaluadores. El caudal nos reafirmó la idea de que es impostergable hacer nuevos énfasis en la sociedad mexicana. Constatamos vívidamente que en la transición democrática hay muchas asignaturas pendientes. La democracia electoral tiene que acompañarse necesariamente de transformaciones legales y culturales que afiancen la civilidad del trato entre grupos ciudadanos. La sociedad civil no es democrática por antonomasia, en su seno conviven constructores de la ciudadanía democrática y defensores de privilegios autoritarios.

Prácticamente todos los trabajos presentados hicieron referencia a la desconfianza de los linchadores en las instancias de procuración de justicia. Varios ensayos ilustraron casos de impunidad reiterada, que fortalecieron la convicción en los ajusticiadores de que era pérdida de tiempo entregar a las autoridades competentes a los señalados como infractores. No cabe duda de que la justicia mexicana es lenta, ineficaz, con altos índices de corrupción y de que frecuentemente es un factor que debilita el estado de derecho. Los linchamientos son muestra contundente de la derrota de las instituciones que median entre quienes cometen delitos y la persona o grupo agraviados. Pero también es una señal ominosa de que han fallado otras instancias encargadas de internalizar principios democráticos y humanitarios en los ciudadanos.

Si bien es cierto que el corpus legal del país requiere cambios que lo hagan pertinente al estado actual de nuestra sociedad, y que el combate a la corrupción en las instancias judiciales debe ser prioridad nacional, igualmente es verdad que a menudo buena parte de la ciudadanía se parapeta en clichés y prejuicios para defender privilegios particulares que ponen en peligro a sectores más amplios de la sociedad. Esto se comprueba no nada más en los monstruosos actos de linchamiento encabezados por personas comunes, sino también en la larga cadena cotidiana de actos que un sinfín de mexicanos realiza en su beneficio, pero que van en detrimento de la convivencia democrática. El cúmulo de pequeñas transgresiones diarias que no tiene la consecuencia debida para el infractor (lo mismo la señora que se siente con derecho a estacionar su lujoso auto en tercera fila para esperar a que salga su hijo de la exclusiva escuela privada, que el joven que instala su puesto de dulces en los asientos del paradero, donde supuestamente deben subir y bajar los pasajeros del transporte público) deja un mensaje que pronto aprende a usar el transgresor: siempre se puede negociar en beneficio propio con el representante corrupto de la ley. Y los demás que se jodan.

En los linchamientos pierden todos, o más bien casi todos: pierde el Estado, cuya función es garantizar seguridad a los ciudadanos; quien es linchado pierde atrozmente su derecho a un juicio justo y acorde con las leyes, resultado de un pacto social determinado. Pierde la sociedad en general que es vulnerada por un acto de fanatismo y brutalidad. Pero gana la turba que enfebrecida sucumbe ante la pedagogía de la intolerancia, de la más cruda violencia lanzada contra personas inermes y que por debilidad de la justicia no enfrenta proceso legal alguno. Parece que es hora de prestar más atención a la existencia de un doctor Jekyll y mister Hyde colectivo. Porque, como escribió uno de los participantes en el certamen: "En general, el 'lado oscuro' del capital social no ha recibido la misma atención que sus efectos virtuosos. En ocasiones la sociedad civil puede obstaculizar la formación de un orden democrático".

Es importante que una sociedad esté vigilante frente a un orden estructural que vulnera los derechos ciudadanos, en esto hemos avanzado de manera importante en las últimas dos décadas. Pero también es ineludible hacer caso a quienes documentan la barbarie que unos ciudadanos perpetran contra otros, y que no pueden ni deben justificarse con coartadas que exculpan a los atacantes.

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