Directora General: Carmen Lira Saade
México D.F. Jueves 26 de septiembre de 2002
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Cultura

Margo Glantz

Sigamos con Argentina

as ciudades argentinas, Buenos Aires, Rosario (la Chicago argentina), La Plata son urbes construidas para la gente: verificación simplista pero cierta. Buenos Aires es (o era), como Londres, Madrid, Barcelona o París, una metrópoli hecha para la vida cívica, con plazas por doquier, muchas avenidas arboladas y extensas, muy extensas y muy anchas; numerosos parques, bosques, jardines, la costanera, el río, el inmenso río, casi un mar; edificios elegantes, museos, cafés, bares, restaurantes, confiterías, disquerías, clubes de vino y boliches en los que se canta el tango; cines, teatros, salas de conciertos, grandes plazas comerciales (malls con agujeros: las numerosas tiendas que se han ido cerrando), salones de belleza, muchas librerías (aunque han quebrado varias y en breve, por desgracia, cerrarán muchas más) con libreros verdaderos, que de verdad saben de libros, por ejemplo en las librerías-restaurantes como la Librería Clásica y Moderna o los bistrós, como un sitio maravilloso situado en el viejo Palermo, de nombre también maravilloso: Un gallo para Esculapio, con su pequeña librería en la parte superior, con algunas mesas para tomar café, vino o delicatessen, con libros muy escogidos y con un personal entrenado para venderlos y dar consejos o conseguir libros raros, y un dueño-editor amante de la lectura, apellidado -como la librería- Del Mármol.

En Buenos Aires hay también un exceso de monumentos dedicados a próceres y humanistas que casi nadie sabe quiénes son, sobre todo ahora cuando se han empezado a robar las placas conmemorativas y a venderlas, junto con las llaves de cambio de los jardines u otros sitios públicos, a peso (3.60 por un dólar) el kilo.

''En el París y el Londres del siglo XVIII -dice el sociólogo inglés Richard Sennett en su libro Carne y piedra, el cuerpo y la ciudad en la civilización occidental- los planificadores habían creado parques como pulmones de la ciudad, más que como refugios, al estilo de los jardines urbanos de la Edad Media. El parque-como-pulmón del siglo XVIII exigía vigilar las plantas. En París, a mediados del siglo XVIII, las autoridades cerraron con verjas el parque real de las Tullerías, que antes era público, para proteger las plantas que proporcionaban el aire saludable a la ciudad. Las plazas urbanas del gran Londres comenzadas durante el siglo XVIII también fueron rodeadas con verjas a inicios del siglo XIX. La analogía del parque con un pulmón era sencilla y directa: la gente que circulaba por las calles-arterias de la ciudad podía pasar alrededor de estos parques cerrados, respirando su aire fresco igual que la sangre se renueva en los pulmones. Los planificadores del siglo XVIII se basaron en la premisa médica contemporánea de que nada de lo que es móvil y forma una masa puede corromperse."

Obviamente se equivocaron o no previeron lo que iba a provocar el subdesarrollo, la avalancha de gente del campo sobre las ciudades, la proliferación de la basura y de los criminales, los policías y los guaruras, los inmigrantes, las manifestaciones de piqueteros, las de las madres, abuelas e hijos de la Plaza de Mayo, las de asambleas de barrios (un tipo diferente de civismo): la creciente desigualdad entre el Norte y el Sur.... Las ciudades se han vuelto literal y metafóricamente lugares de corrupción y el aire ha dejado de oxigenar a sus ciudadanos. Aunque en Buenos Aires, reitero, todavía los jardines y los bosques siguen siendo benignos, la gente se pasea, se respira, se distiende, sobre todo los domingos, cuando los coches dejan de circular y esos sitios conservan, como antes, su carácter utópico.

Ilusoriamente, sí, porque cuando se recorre la ciudad en taxi, como decía en mi artículo anterior, se regresa a la triste realidad. Un chofer a quien le pregunto por qué la gente toma ahora sólo taxis de sitio me contesta furioso y su enojo sube al ritmo de sus apresuradas palabras: ''porque todos creen que los argentinos somos unos chorros (o sea, ladrones)".''ƑSabía usted -continúa- que la palabra Argentina es anagrama de ignorante?" "Pues, sí, así es", sigue diciendo y antes de que yo pueda intervenir en la conversación, me cuenta un chiste: ''Un habitante del paraíso le pregunta a Dios por qué ha hecho un reparto tan desigual de bienes en el mundo, concediéndole a Argentina un inmenso territorio con vacas, frigoríficos, lana, cuero, verduras, pampa, cielo, glaciares, cordilleras, ombúes. No seas envidioso, le contesta el Señor, también he poblado su territorio con argentinos".

Pero no todos los taxistas son tan ferozmente autocríticos, más bien al contrario: un día en el que empiezan a congregarse muchas personas para una de las perennes manifestaciones ciudadanas, con pancartas, consignas, discursos, gente idéntica a la de cualquier país latinoamericano -cambio evidente en esta ciudad que hasta hace poco congregaba sobre todo a una población criolla, de origen europeo, y marginaba en el interior a sus indígenas o mestizos-, le hago ese comentario al taxista y me responde, indignado: ''No, señora, se equivoca, esos infelices que usted ve no son argentinos: son peruanos o bolivianos".

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