Directora General: Carmen Lira Saade
México D.F. Lunes 22 de julio de 2002
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Cultura

Hermann Bellinghausen

El campo

El tipo es desagradable y a la vez tiene algo interesante, sin llegar a irresistible. Será por lo grandote que está, y lo invasiva que resulta su presencia física.

-Ese es el campo. Y allí donde ve, los zopilotes como pollos que estuvieran maiceando.

Señala a un prado silvestre y un tapete inmenso de flores amarillas que llega al pie de un encinar y se interrumpe. Más adentro se convierte en bosque. Se escucha el suave y rítmico rumor del viento. El cuadro es de una belleza tan evidente que se me sale un "qué bonito" fuera de lugar, tonto. También irónico. Pocas veces ve uno nubes sólidas y aceradas como éstas, su densidad monumental superpone perfiles y caprichos brillantes sobre el azul. Las nubes pasean su sombras sobre las laderas en el horizonte, más allá de los campos de cultivo en alternancia y el río que refleja en su propio transcurso la luz de las nubes.

-ƑBonito? Si usted lo dice.

Y tuerce la boca, creyendo ponerme incómodo con sus palabras. No me impresiona, la verdad. Es lo que suele llamarse un hombre listo, de los que sobreviven la crueldad al precio que sea. Que sea. Me pregunto si habrá matado a alguien. Sé que no me atreveré a hacer la pregunta, pero intuyo que la respuesta sería sí.

-Era un tiradero de bestias y gente. La emboscada les cayó de los lados y ni la vieron venir. A los que respiraban todavía, nomás los remataron. Igual los perros, los caballos.

El tipo debió ser un chamaco entonces. Han pasado muchísimos años. Hoy que es un hombre mayor, sin llegar a viejo, no conserva ningún rasgo de juventud. Me pregunto si alguna vez fue joven. Quizás no tuvo la oportunidad.

-Pasaron dos semanas antes de que se interesara la autoridad. Ya para entonces, puro hueso y descomposición quedaba. Entonces mi familia cuidaba un rancho aquí cerca, fue donde crecí. Mi papá nos prohibió venirnos a asomar. No era nuestro problema. Tenía razón.

Nadie supo nunca cuántos fueron los muertos y las muertas. Un amigo decía hace poco que en esos tiempos no había quién contara. Los derechos humanos no se habían inventado. El tipo lo dice de un modo más ojete, sobre todo por el dejo de nostalgia que lo traiciona: "Antes, los indios sólo servían para morir". Este lugar quedaba aún más lejos que ahora. Ni soñar un camino. El carro del tipo, estacionado a mitad de la brecha que nos trajo, desde sus tres toneladas insulta a la ortografía con un nombre que se me antoja inmerecido. "El Erido".

-Pero cuando llegaron los policías, nos vinieron a obligar. Que recogiéramos los cuerpos. Lo que quedaba. Le digo que huesos. Las bestias de monte los había dispersado. Amontonamos todos y los echamos en un hoyo grande que hicimos, allí donde ve las flores. Lo más rápido que pudimos. Quemamos las ropas y nos fuimos. Acaso nos pagaron los policías. Ni las gracias dieron.

Nadie vino a reclamar. Pasaron los años. El lugar quedó abandonado, nadie lo quiso. Sólo lo usa, en ocasiones, el poco ganado que queda. Como pastizal.

-Me fui a la ciudad, me empleé de mecánico, terminé la secundaria. Siempre me ha ido bien con el negocio de los carros. Ahora tengo la refaccionaria, el taller, y mi flotilla de microbuses. Más adelante mis papás se fueron a morir a la ciudad. Tenían propiedades. La de mi papá fue siempre la buena fortuna de ser capataz de un patrón que le tenía mucha confianza.

Las nubes titánicas se han adelgazado por efecto de los vientos, y aunque más delgadas, siguen intensamente blancas, y las refleja el río (esa especie de dios, decía Eliot*) que bordea el campo. Láminas de platino se me figuran. Con filo. Saetas despreocupadas.

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*La cita completa de T.S. Eliot, las primeras líneas de Las Dry Salvages, dice: "Yo entiendo poco de dioses; pero me parece/ que el río es un dios fuerte y pardo; huraño, indómito/ y adusto, paciente hasta cierto punto". Traducción de Esteban Pujals Gesalí.

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