Directora General: Carmen Lira Saade
México D.F. Lunes 22 de julio de 2002
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Política

Javier Oliva Posadas

El presidencialismo de cada día

En su columna del pasado miércoles 17, Julio Hernández se refirió a algunas muestras del vigoroso presidencialismo que caracteriza a nuestro sistema político. En su descripción quedaron claras las conductas e intenciones, procesos administrativos de por medio, lo cierto y evidente es que en cuanto a modificaciones al régimen ha habido muy poco que contar.

Sin embargo, también debe ponderarse la recurrencia de actores políticos y sociales a percibir en la instancia presidencial el ámbito de solución a sus problemas y exigencias. Esto implica, por una parte, que los filtros de control y comunicación política son tan endebles que conducen rápidamente hacia la exigencia de un acceso directo al pináculo del poder político: el Presidente de la República.

Por la otra, que a fuerza de solicitar la intervención presidencial, todos -gobernadores, regidores, diputados federales y locales, senadores, secretarios de Estado y de gobierno- son simplemente ignorados, sin importar si tienen o no capacidad, disposición o posibilidad de atender peticiones determinadas. En pocas palabras, desde la misma dinámica de las organizaciones sociales (espontáneas o no) se reproduce la expectativa de un Presidente capaz de resolver o, por lo menos, de ofrecerle versiones diferentes y así ponerlo al tanto de otros puntos de vista.

Las implicaciones de lo anterior van directamente hacia el desgaste acelerado e incontenible de la propia figura totémica del titular del Ejecutivo. Obviamente habrá situaciones donde sí y en otras donde no pueda atender los reclamos. Los más de 5 mil conflictos agrarios, considerados por el Congreso Agrario Permanente como focos rojos (La Jornada, 17 de julio), no podrán ser resueltos o atendidos -como está sucediendo en San Salvador Atenco- por las más altas autoridades del gobierno de la República.

Y no porque se trate de un asunto de jerarquías, sino porque si de verdad se tiene la intención de modificar, cambiar, ajustar o adecuar el régimen presidencialista mexicano, habría que comenzar por reconocer (y conferir) a las autoridades locales y federales su estricto ámbito de responsabilidad en cada una de las decisiones que adopten. De lo contrario, semana a semana, seguiremos observando en los medios de comunicación cómo es que los problemas locales se convierten en temas de la agenda nacional. Esto es tanto como pedirle al presidente de la República, al actual o al siguiente o al anterior, que contenga la fuerza política e institucional del presidente sin que haya una estructura adecuada para el nuevo diseño.

Por su puesto, el peor de los escenarios es el presidencialismo sin presidente. Es decir, que si con todo y la construcción de un sistema político con principios y lógica de funcionamiento no encuentra fuentes de activación para el indispensable ajuste respecto de la sociedad mexicana del siglo xxi, la fragmentación y surgimiento de parcelas de poder habrán de convertirse en el más serio obstáculo para la evolución política del país.

Solamente el presidencialismo puede inhibir sus excesos. Ni la sociedad ni los otros ámbitos del poder público juntos pueden competir. Vaya, ni el Congreso de la Unión, pues sus competencias o capacidades dependerán de los resultados electorales que a su vez determinarán la composición numérica de cada una de las fracciones parlamentarias y no de un marco legal que tenga que ver con nuevas costumbres políticas.

Coincido en que los relevos de personas no resuelven asuntos estructurales, pero impedir que los funcionarios sean directamente responsables de sus aciertos y errores, propicia un exceso de confianza y, en no pocos casos, falta de interés. Por su parte, las formas de organización y protesta social, al persistir en tratar con el Presidente de la República, ponen de manifiesto que la autoridad se explica por el principio del poder y no por su capacidad de interlocución y sus resultados.

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