Directora General: Carmen Lira Saade
México D.F. Domingo 16 de junio de 2002
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Cultura
Eulalio Ferrer Rodríguez

De la mirada de La Monna Lisa a la de la Torre Eiffel

Evidentemente, La Monna Lisa ha ascendido de manera incontenible a la cima popular de la leyenda, entre lo divino y lo terrenal. De La Monna Lisa puede decirse que, al igual que el Partenón ateniense y la Venus de Milo, se ha integrado a la llamada cultura de masas (incluso, forma parte de los iconos prestablecidos por el programa Windows de Microsoft). Lo que era una tendencia acumulada a lo largo del tiempo, constituye hoy un fenómeno desbordante de popularidad, a la que han contribuido decisivamente los medios de comunicación. Es el mito hecho rito, convocando la facultad estimulada de la gente para maravillarse y ser maravillada. En ese punto crítico en que la fama antecede al conocimiento y otorga a la obra de arte una pródiga serie de bendiciones. Cuando las cosas son más creídas que sabidas, siendo arrastradas por las fuerzas sensibles que tocan simultáneamente las orillas del entendimiento y las de la apariencia. Cuando, también, lo bello no sólo es causa original de la admiración, sino producto directo de ella.

¿Dónde está la seducción mayor de La Monna Lisa? Sin duda, en los enigmas de su sonrisa, registro excitante de la imaginación en su vínculo con la memoria visual. Desde el altar de su simbolismo, la sonrisa de La Monna Lisa es la pintura misma. Un enigma dentro de otro enigma, alargando o enriqueciendo el fondo misterioso de una obra genial que ingresaría a la historia como la primera sonrisa del Renacimiento. No importa si la sonrisa tiene hechizo de amanecer o aire de atardecer; si se ríe de nosotros o está llena de melancolía; si emana de la gracia o de la malicia; si se trata de una sonrisa mitad angelical o mitad diabólica. La sonrisa de La Monna Lisa es, sobre todo, su mayor atracción, desde todos los puntos de referencia. Lo que en el lenguaje moderno de la comunicación se llama el rasgo distintivo. Es el signo inconfundible del símbolo.

¿Qué nervio del rostro humano crea la sonrisa? ¿El secreto de ella es acaso el labio inferior, adelantándose gozoso? ¿Es influencia de los rostros griegos, quizá de los góticos? ¿Es una sonrisa forzada o flujo natural de un alma satisfecha? Obra maestra del modelado y la expresión, con su aire de santa o diosa, de princesa o reina, la sonrisa de La Monna Lisa, con sus turbaciones y sutilezas, es la sonrisa del eterno femenino, según algunos críticos, que ha subyugado al mundo; plena de ternura y bondad, armonizando el movimiento de los labios y de los ojos: es la cicatriz de una leyenda que se vuelve más misteriosa y penetrante según el tiempo pasa y la fama crece sin cesar. Curioso fenómeno el de esta tablita de 77 por 53 centímetros, mensajera sin fronteras de esa delgada, leve, serena sonrisa, que se ha convertido en una de las más intensas figuraciones del misterio de la belleza femenina. Chispa genial, en una gestación larga y perfeccionista, de la que se desprenden emanaciones angelicales y seductoras, vinculadas a uno de los grandes genios del arte, Leonardo. Criatura enigmática de fulguraciones divinas, como diría Bompanil. Universo simbólico, entre lo terrenal y lo divino, empujando al mito, ese altar de la extendida cultura de masas en el que las cosas son famosas por buenas y buenas por famosas, moviendo a las muchedumbres.

Otro símbolo de la cultura de masas se encuentra también en Francia, lo que revela la sabiduría ingeniosa de este país para elaborar marcas históricas, en la que habría que incluir a Napoleón. El símbolo universal a que aludimos duplica en visitas al Museo del Louvre, donde reina desde antes La Gioconda. Se trata de la Torre Eiffel, y quien le dio nombre fue el ingeniero Gustavo Eiffel, en 1889, como monumento emblemático de la Exposición Universal de París. Contra lo que pudiera creerse, no fue un símbolo fácilmente aceptado. En un delicioso ensayo, Roland Barthes se ha encargado de comentar y describir esa torre metálica de 320 metros de altura, única en la Europa de entonces y desafío al que sería el Nueva York de los rascacielos. Reproduce Barthes en su ensayo la parte sustancial de una protesta de los artistas, firmada el 14 de febrero de 1887, y suscrita por un grupo de intelectuales que encabezaban Guy de Maupassant, Alejandro Dumas hijo, Charles Grounod, Leconte de Lisle y Sulli Prudhomme. Se rebelaban contra el proyecto de la instalación, en pleno corazón de la capital, de la inútil y monstruosa Torre Eiffel. Una protesta rotunda con todas nuestras fuerzas, con toda nuestra indignación, en nombre del gusto francés tan mal apreciado, en nombre del arte y de la historia francesa... Cuando los extranjeros vengan a nuestra exposición, exclamarán sorprendidos: ¿Este es el horror que los franceses han encontrado para darnos una idea del gusto del que tanto presumen? Ya erguida la Torre Eiffel, Guy de Maupassant preferiría desayunar en el restaurant por estar situado éste en el punto en el que no podía contemplar la torre.

Sucedería que los extranjeros no se indignaron ante la Torre Eiffel. Por el contrario, quedaron asombrados por ella y con sus vistas, desde el único punto ciego del sistema óptico total del cual es el centro y París la circunferencia. Como un anticipo del turismo masivo, los visitantes hicieron de la Torre Eiffel un monumento de atracción mágica, inserto para siempre en el lenguaje universal del viaje. Los franceses no tardaron mucho, contagiados quizá por la influencia extranjera, en aceptar la Torre Eiffel y hacerla suya, recogiendo los méritos de su constructor y las funciones utilitarias de su obra. Según Roland Barthes, en el París de los 25 puentes, la Torre Eiffel brota como un puente vertical, sirviéndose del espacio para acentuar el simbolismo comunicativo del puente mismo, salvador de distancias, unión geográfica y humana; de la tierra al cielo. Barthes es un enamorado de la Torre Eiffel, estela consagrada al hierro, material que resume toda la pasión del siglo balzaquiano y faustiniano. Esta imagen radiante, en el sentido de la percepción, otorga a ésta una propensión prodigiosa que Roland Barthes resume así: la Torre atrae el sentido, como un pararrayos atrae al rayo; para todos los aficionados a la significación desempeña un papel prestigioso, el de un significante puro. La Torre Eiffel no es sólo mirada de París, en una contemplación mutua. Es mirada del mundo, monumento mítico. Como la mirada de La Monna Lisa. Mirada, en fin, de la cultura de masas, en un París que la recibe y la proyecta con todos sus privilegios y servidumbres. 

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