Directora General: Carmen Lira Saade
México D.F. Lunes 22 de abril de 2002
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Marcas de fuego

Lumbrera Chico

Puebla, 21 de abril. Esta puede ser toda una sorpresa para los aficionados a los toros: con la invasión europea de la tierra firme de América, encabezada por Hernán Cortés, el hierro llegó no sólo para marcar a los indios ?antes que fray Bartolomé de Las Casas venciera a López de Gómara en la polémica acerca de si los naturales de este continente eran recipiendarios de un alma humana?, sino también al ganado y, créase o no, a los libros.

Bueno, que los libros hayan sido herrados todavía está por aclararse. Un científico de la UNAM trabaja actualmente en la construcción de un acelerador de partículas que, entre otras cosas, podrá tal vez concluir sin asomo de duda cuál era el metal que se empleaba para marcar libros. Pero no nos adelantemos.

Durante la segunda mitad del siglo XVI ?ese periodo tan caro a los historiadores porque había tantas cosas que hoy resulta imposible descubrir y, a falta de datos concretos, pueden ser inventadas?, los primeros libros que vinieron a dar a nuestro suelo llegaron, como es de suponerse, no en las alforjas de los soldados sino en los baúles de los frailes. Una pieza imprescindible para ellos, por ejemplo, era la Gramática de Nebrija, por supuesto en latín, así como obras de teología y geografía, por aludir a lo obvio.

Una vez establecidos aquí, organizados en conventos y escuelas para los naturales del lugar, los frailes diéronse a la labor de formar bibliotecas, trabajando en la imprenta en forma artesanal, con papel de algodón y cosiendo los pliegos a mano. Pero antes de echar a circular el fruto de estos empeños, para protegerse de la Inquisición y de las trapacerías de los falsificadores, quemaban el canto de cada volumen para estamparle una marca propia de su orden, congregación, monasterio o sitio de procedencia.

Estas "marcas de fuego", según se les conocía entonces, guardaban un parecido asombroso con los jeroglíficos de los hierros ganaderos que hoy en día distinguen a las reses de cada dehesa del campo bravo. Pero esta práctica no fue importada de Iberia, donde jamás existió, sino que nació en América y proliferó en la capitanía general de Guatemala, en Nicaragua y en Brasil, de donde más tarde pasó a Portugal.

En la portentosa biblioteca La Fragua, perteneciente a la Universidad Autónoma de Puebla, coexisten en la actualidad alrededor de 90 mil volúmenes antiguos, en su mayoría incunables, que ostentan las diversas marcas de fuego de sus propietarios originales. Hay, asimismo, un catálogo de estas señas de identidad, que a la postre no son tantas. Los científicos de nuestros días, sin embargo, han concluido que tales cicatrices no pudieron haber sido fijadas en el papel con un hierro al rojo vivo, como en el caso de los pueblos avasallados y de las reses, porque la quemadura habría provocado la destrucción del ejemplar completo. Sin embargo, hasta que el acelerador de partículas no resuelva el misterio, no tendremos otro remedio que permanecer boquiabiertos, asidos a la perplejidad.

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