Directora General: Carmen Lira Saade
México D.F. Lunes 22 de abril de 2002
  Primera y Contraportada
  Editorial
  Opinión
  Correo Ilustrado
  Política
  Economía
  Cultura
  Espectáculos
  Estados
  Capital
  Mundo
  Sociedad y Justicia
  Deportes
  Lunes en la Ciencia
  Suplementos
  Perfiles
  Fotografía
  Cartones
  La Jornada de Oriente
  Correo Electrónico
  Busquedas
  >

Cultura

Hermann Bellinghausen

Tres historias de inocencia

UNA. Los achaques, los huesos lentos, ese cansancio de articulaciones sin tiempo para volverse reuma, a qué horas si con trabajos . El yerbero, uno de confianza le habían dicho, le encomendó, si quería hacerse un bien, tomar la tisana de hojas cada tercera ronda, sin fallar. "Limpia la sangre", dijo.

Y los ojos, le preguntó al yerbero como preguntarle a un médico. Esos con qué se limpian. "Con gotas de dantia", contestó el yerbero.

No es verdad, dijo él, ya probé. La dantia no limpia los ojos de lo que han visto. "Pero alivia", se defendió el yerbero.

Nada alivia, dijo él. Lo que quiero es sacar el veneno, quiero ojos nuevos. El yerbero cortó la consulta, abruptamente desconsolado: "Para eso no conozco remedio".

A buen diurético, limpio de sangre mas apaleado y los ojos sucios, siguió vivo otros años. Se frotaba los ojos. Cerrarlos no servía, igual veían. Sólo soñar no le daba miedo porque nunca recordaba. El ciclón de suciedad en sus ojos despiertos borraba además los vestigio de fantasía, de una ilusión de mirada limpia que se posara en los hombres sin recelo.

En sus años finales, como todos, quiso ser niño nuevamente. Pero como eso no se puede, él no pudo.

DOS. Cuando dejó su casa era joven y se prepararía para defender la patria. Dios y Hogar le dieron enseñanza, noción de pertenencia, y una convicción intravenosa de pertenecer a una nación heroica y justiciera con derecho a la venganza. Dios estaba de su lado.

El entrenamiento fue pan comido. Él nació fuerte, sano, nutrido. Se curtió en la sal que impregna el mar en el desierto. Poco le tomó pasar de infantería a cuerpo de élite. Aquel período de conscripción resultó un largo fin de semana, aburrido y sin mujeres.

Sonó al fin el día del glorioso combate. Sin más pertenencias que lo que llevaba puesto, y armado como un verdadero soldado de Dios hasta los dientes, se embarcó en el helicóptero de fabricación suiza que lo sacó a plataforma. Esa misma noche ingresaron, y al otro día amaneció en el frente.

Un bombazo amigo a escasos metros lo catapultó al edificio de correos del enemigo. Entró abriendo fuego, que fue recibido con fuego, pero menor. No dejó a nadie vivo.

Alcanzado por su patrulla, incursionó en el patio y encontró tras los costales de arroz, patéticamente parapetadas, a las mujeres del enemigo. Hubiera sido más fácil ejecutarlas, pero tenía noción de los Acuerdos de Ginebra y la patrulla debió tomarlas prisioneras, así que retornaron a la plataforma demasiado pronto.

Aquella fue su primera victoria. Tendría mayores. Condecorado sostenidamente, arrasaba a los emisarios de la barbarie hasta que se le cansaran los callos en el gatillo.

Se enorgullecía de ser una máquina al servicio de la patria. Pero le llegó su día. A muchos les llega. Una flaqueza al temple. Cierta mañana muy tranquila alcanzó las inmediaciones del objetivo. Con precisión olímpica lanzó la granada de fragmentación al edificio de escuela ("no te dejes engañar, es un nido de terroristas") y aguardó unos segundos. Lo había hecho mil veces.

Dos niñas, cogidas de mano y el absurdo, reían en su lengua bárbara. Cargaban a la espalda una bolsa transparente con cuadernos, lápices y chicles de cardamomo. ƑQué hacían allí en la guerra? ("Escudo humano", dijo su memoria de manual. "No tiembles").

La explosión fue resplandeciente. Un intenso amarillo, un golpe feroz. Se le cayeron los "gogles", el casco, la máscara antigás. El olor del fuego lo sumió en vergüenza, y por primera vez no regresó a la plataforma ebrio de victoria sino triste, pensativo, horrorizado. Los generales trataron de confortarlo. La operación, exitosa, y él siempre un buen elemento.

Estuvo a punto de escupirles en la cara. Los generales intercambiaron miradas expertas.Uno habló, aunque poco: "Este muchacho necesita licencia, antes de que se convierta en activista de derechos humanos". Lástima, era un buen elemento. Le dieron a elegir entre Cancún y Copacabana. Gastos pagados. Prefirió Cancún.

TRES. La tonsura bien pudo significar una extracción de la piedra de la locura. No creía, su fe era consetudinaria, funcional, un código compartido con sus semejantes, pero de ninguna manera la dichosa Fe que estaba obligado a predicar y promulgar. Si su cerebro irredento no se tragó la patraña, Ƒpara qué se había ordenado monje?

Cumplió su vocación, su verdadera tarea, bajo la ética del carnaval: fingir, escabullir sus intenciones bajo una pálida máscara veneciana, hacerse el monje y asegurar sustento y cobijo mientras avanza en sus observaciones.

Son tiempos bizarros. Los demás descubren cómo asesinar en América cuando el monje merienda los postreros tomos de fantasiosa teología y escribe su primera comedia. A partir de entonces, hablará de ellos y de ellas, ese será su conocimiento; tres siglos después sería psicólogo, pero en el alto siglo XVI lo apropiado es un convento de buena ubicación y puertas razonablemente abiertas. Merodeará el mundo y visitará de incógnito los burdeles, los mercados, los teatros, las ferias. En su fortaleza: un astrolabio, hermosas imágenes en los muros, una biblioteca, un venerable silencio, alguna conversación inteligente cuando otro monje abandona su retórica papista y habla de concupiscencias sin confesionario enmedio.

Dispuesto a escuchar incluso verosímiles o ridículas experiencias místicas o escatológicas, las comedias fluyeron de sus manos como agua mientras tanto. Los había burlado.

Números Anteriores (Disponibles desde el 29 de marzo de 1996)
Día Mes Año