Directora General: Carmen Lira Saade
México D.F. Lunes 4 de marzo de 2002
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Cultura
Hermann Bellinghausen

Su obra maestra

Una mezcla rara. A palos y palmadas los educaron en escuelas y hogares que ya no existen, bajo olvidadas reglas se supone hechas para perdurar. Arrojados a la geografía abrupta de la ciudad donde crecieron desde la etapa de huevo, un día cualquiera de su juventud se encontraron a solas con la intemperie, una mano adelante y otra detrás, y echaron a caminar en alguna dirección de las varias disponibles.

Al principio iban solos, pero por grande que fuera la ciudad, gentes así acaban encontrándose en una especie de red de pescar de agujeros muy grandes en la que ellos y ellas -hay de los dos- hacen de hilos.

Podemos llamarlos artistas, aunque en rigor la mayoría no lo sean. Se trata más de una actitud, un modo de permitir las movientes mamparas de la fantasía real en la vida diaria. Para ciertas capas de la sociedad, son más bien unos farsantes, vagos, adictos, malvivientes, vividores, etcétera.

Una cosa comparte su naturaleza: todo les divierte, el espectáculo de nosotros, los demás, los humanos más normales que transitamos nuestras tareas, pasiones y obligaciones, somos su pan de cada día.

Pobres diablos, pobres diablas, greñudos, en fachas, tatuados unos, hablan en voz alta entre ellos, con frecuencia de nosotros, como si estuviéramos pintados en la pared. Bailan y beben sobre las banquetas, si ser agresivos, nunca pasan desapercibidos para la policía.

Están tan desprovistos, y tan a gusto así, que resultan prácticamente incorruptibles. Se identifican horizontalmente con cualquier plebe, y a su manera saturada y delirante, acompañan las aguas populares, al menos con el ánimo y las vibras.

Lo que los hace incómodos, no obstante, es otra cosa. Que ven por sí mismos, oyen a través de sus propios oídos, y si han de hablar, no se equivocan de palabras. Son ese borracho incómodo y suicida, esa mujer que no se deja ya impresionar por cualquiera y no cesa su taloneo, ese otro que en una esquina vende grabados o libros robados, no faltan un consejero de los astros, un perspicaz carterista de microbús, y el de a tiro ido, contemplativo, no se sabe si descerebrado, genial o payaso.

Sin conformar ninguna hermandad o gremio o espacio socialmente delimitado, son también un barco que no deja de perder tripulantes. Unos porque se mueren (no llevan vida fácil). Otros porque, digamos, desertan. Se pasan al lado de acá, donde se porta licencia de manejar y pueden darse el gusto de pagar impuestos y decir miren, yo si pago, miren, yo sí puedo. Se pegan a los big shots y arreglan su decadencia. Estos son los verdaderos vividores, pero se les considera entrados en razón. Pueden seguir haciéndose los "artistas", de manera ornamental, total qué, como si en las esferas donde se mueven hubiera gente capaz de distinguir.

En cambio los "quedados", no mueven el trasero en función de otros, permanecen rijosos, marginales, a veces patéticos y trágicos, muy de a ver pégame güey, se convierten en un problema si de veras les pega, por ejemplo, la policía. No así como así se chinga un hilo de la red, eso mueve demasiadas fibras, porque no tienen nada que perder.

"O sea que para colmo sin son intocables. Con un carajo", exclama el hombre del saco fino, atusándose la punta del bigote que no tiene y dando una fuerte chupada a su puro de 500 pesos. "Quiénes se creen, si no valen ni lo que este puro". Cuánta razón le asiste, oh sí.

Ceros son a la izquierda, diletantes, teporochos de la inteligencia, sanguijuelas, bufones, anarquistas, irresponsables. "¿Quién los estará financiando?" llega a preguntarse el no-bigotón del puro, quesque malicioso. Como si para pertenecer a esa calaña se necesitara financiamiento, ni con el salario mínimo cuentan, de milagro se salvan de la beneficencia pública y no obstante mírenlos, tan quitados de la pena, riéndose de nosotros y del señor del puro. Esa risa inútil, gratuita, es, aunque efímera, su obra maestra. Pero nadie les aplaude. Sólo entre ellos se caen en gracia.

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