Directora General: Carmen Lira Saade
México D.F. Sábado 19 de enero de 2002
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Política
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Ilan Semo

El retorno de Keynes

Hace algunos días, el senador Ted Kennedy volvió al tema de los impuestos en Estados Unidos. Lo hizo con un argumento que, por lo menos desde hace dos décadas, no se escuchaba en el mainstream de la política estadunidense: 1) para hacer frente a la recesión económica hay que aumentar el gasto público; 2) los que más ganan deben pagar el aumento y, ergo, 3) las cargas impositivas deben gravar los ingresos mayores. Para el presidente Bush, cuyo breve y afgano idilio con Kennedy parece haber terminado, no son noticias nuevas. En realidad, el aumento del gasto público se inició, súbita e intempestivamente, dos días después del 11 de septiembre, cuando el Pentágono aprovechó el shock del ataque a las Torres Gemelas para imponer al Congreso un (insólito por desorbitado) "presupuesto de emergencia nacional". En tan sólo una hora de zozobra y desconcierto, el aparato militar (que en EU es también un complejo industrial) logró obtener del Congreso lo que no había podido arrancarle en diez años de lobby y debates: el financiamiento de programas de defensa antiatómica y otros proyectos pospuestos, o simplemente cancelados, por el fin de la guerra fría. Siguieron, siempre con factura al erario público, la "operación rescate" de las líneas aéreas, el alud de medidas para reforzar la seguridad en ciudades, embajadas, aeropuertos y carreteras, y el apoyo indiscriminado a esa industria de la paranoia que es la propaganda de guerra. Bush advirtió recientemente que apenas es el comienzo. No es ningún secreto que los fondos han provenido de recortes al sistema de salud pública, a la subvención de medicinas, a las becas escolares, a los apoyos a las madres trabajadoras y a la protección de las personas de la tercera edad.

En suma, recortes al sistema de seguridad social. En rigor, el nuevo "frente de guerra", tan vago, incierto e impredecible como puede ser la noción de "terrorismo", está siendo financiado, al menos en parte, por los bolsillos de trabajadores, pensionados y de la (de por sí empobrecida) clase media estadunidense.

Que el aumento en el gasto público puede ser un eficaz recurso para hacer frente a las recesiones parecía un principio o una fórmula -keynesiana- que dos décadas de laissez faire habían ya enterrado en el panteón de las teorías económicas. Pero la economía nunca deja de ser un mundo anómalo. Sus contradicciones proveen a sus clásicos de vigencias impredecibles. Si el fantasma de Adam Smith regresó (del aparente ocaso del liberalismo después 1929) para deslegitimar no sólo el Estado social sino la visión de la sociedad en la que se fundaba, Keynes parece haber vuelto por la ventana por la que él mismo habría imaginado regresar: la crisis. A su manera, la controversia Bush-Kennedy puede ser leída como otro de los síntomas de una disyunción que, hace tan sólo un año, no parecía ni siquiera probable. En rigor, ambos coinciden en que el incremento del gasto público resulta, si se quiere hacer frente efectivamente a la recesión, inevitable. De ahí siguen dos dilemas: Ƒquiénes habrán de pagar el aumento? Y Ƒen qué -o mejor dicho: en quién- se debe gastar para propiciar una política antirecesiva? La respuesta de Kennedy es, en cierta manera, la más "clásica" (también el keynesianismo reporta una tradición): pagan los que más tienen (léase: a más ingresos más impuestos) y se gastan en los que menos tienen (léase: el sistema de seguridad social). No es casual que en su alusión haya hecho referencia a la época de Roosevelt. De la Casa Blanca se espera la respuesta, en cierta manera, contraria: pagan los que menos tienen (recortes al sistema de seguridad social) y se gasta en los que más tienen (fomento a empresas e inversión en las industrias de la guerra). La disyuntiva tiene cierta radicalidad, al menos si se piensa que se trata de una opción que privilegia la seguridad en casa (la seguridad social) y otra que apunta hacia una política de guerra (la seguridad nacional). Ambas sostienen ser las más eficaces para crear empleos en condiciones visiblemente difíciles. Sin embargo, la de Bush carece hoy, al menos para la crítica, de cierta racionalidad. En principio, sólo existen dos maneras de establecer cierta viabilidad fiscal de un Estado cuyos recursos se verán inevitablemente mermados: gastar más aumentando impuestos o gastar menos reduciendo impuestos. No es difícil imaginar lo que puede pasar si se gasta más (en armamento, por ejemplo) y se reducen los impuestos (de quienes más ganan). En principio, se trata de un oxímoron económico.

Tarde o temprano, más temprano que tarde, el Estado mexicano se verá atrapado en una discusión equivalente. Todo lo contrario de lo que sucedió durante la reforma fiscal. Si se le ve en rigor, el proceso de la reforma redundó en el oxímoron económico contrario: el Presupuesto de Egresos de la Federación no aumentó en proporción a la suma de impuestos que piensa recaudar. O en otras palabras: los impuestos van a aumentar y los gastos del Estado van a bajar (relativamente). Es una política tradicional de choque, destinada esencialmente a preservar la capacidad de pago de la deuda pública. Una política que habrá de hacer más recesiva la recesión. Nada más lejos de las alternativas neokeynesianas actuales que empiezan a emerger, no en los márgenes de la economía crítica, sino en un centro tan central como puede ser el Congreso estadunidense.

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