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No sólo de pan...

De mercados, ahora sí en serio

E

n abril de 2015 publiqué un No sólo de Pan donde diferenciaba el Mercado, con mayúscula, de los mercados; el primero identificado con la globalización de la economía neoliberal y los segundos como manifestación de resistencia irreductible de una sociedad que se identifica con su cultura. Por ello nos alegró leer, el 16 de agosto último, en una nota de Alejandro Cruz Flores de La Jornada, que el jefe de Gobierno capitalino, Miguel Ángel Mancera declaró patrimonio cultural intangible las manifestaciones tradicionales que se realizan en los mercados públicos de la Ciudad de México para proteger las mil 342 romerías al año, con sus actividades culturales, entendidas como festividades, expresiones artísticas, gastronómicas, ferias populares, artesanía nacional, comercialización, abasto, organización comunitaria y demás manifestaciones colectivas que se realizan en los 329 establecimientos públicos, entre los cuales muchos son reconocidos por su arquitectura, tradición o porque albergan murales. No desaparecerán, habría declarado el jefe de Gobierno ante locatarios de esos centros que abastecen a 46 por ciento de los capitalinos. Esperémoslo, aunque nos desilusiona la omisión de los tianguis, mercados históricos propiamente mexicanos, por los que seguiremos luchando.

Porque, quien es habitual de su mercado o su tianguis, sabe que tal vez son los últimos espacios urbanos que quedan con rostro humano, donde una sociedad, por cierto desigual e injusta, se siente inclinada a tejer relaciones humanas, quizás por el telón de fondo, sensorial y estético, que constituyen ambos: como son el paisaje de alimentos, acomodados según una clasificación pero también por sus formas y colores y entre los que resaltan los precieros o estandartes de cartón con los precios y frases graciosas o albures; las cadenas de papel de colores y piñatas que cubren, de uno a otro puesto lo largo de los pasillos; las gamas de olores que van del de masa de maíz a la frescura de las frutas, verduras y yerbas aromáticas, de la pescadería no menos fresca a los guisos de las fonditas; los sabores anticipados en las probadas de fruta que todo vendedor ofrece a su marchante o que uno va arrancando de la canasta de su propio mandado; el bullicio de voces, dominado paso a paso por el golpeteo de la labor de los carniceros y polleros sobre las carnes y huesos, por los regateos que sirven para extraer una mutua satisfacción de la negociación y no –como algunos creen– para engañar al otro, por los pregones cuyo lenguaje particular acompaña la relación entre el vendedor y su clientela, llamándose mutuamente marchantes en diálogos un tanto pícaros pero respetuosos, donde quien vende trata a sus clientas con diminutivos afectuosos y siempre está dispuesto a transmitirle sus saberes sobre los modos de uso y conservación de sus productos; en una competencia entre comerciantes carente de agresividad, pues existen entre ellos relaciones solidarias de gremio subrayadas por la amistad, parentesco, compadrazgo o paisanería, cuyo conjunto constituye un capital social activo que, más allá de las declaratorias oficiales, sabrá salvaguardar y defender estos espacios como un bien económico y cultural común.

Pues los comerciantes saben, además, que los mercados y tianguis también permiten la inclusión de sectores que de otro modo quedarían completamente marginales, como plomeros, albañiles, carpinteros, tejedores de palma y otros oficios en vías de desaparición, que rematan sus servicios a gente con apenas un grado superior de ingresos, quienes de este modo pueden dar mantenimiento a viviendas, mobiliario y vestuario modestos; y los organilleros y aprendices de otros instrumentos a quienes unas monedas les hacen el día, y las mujeres indígenas que ofrecen paños bordados y cubiertos de madera (con sus niños alrededor) a las amas de casa de clase media, y los viene-viene que ayudan a estacionar los autos a cambio de propinas (aunque los vecinos los acusen de formar bandas que cobran por los lugares públicos, sin por ello dejar de utilizar la comodidad de su servicio), o los campesinos extraviados, que pueden sentirse más cómodos en los mercados y tianguis para extender la mano o el sombrero y pedir unas monedas para regresar a su pueblo…, porque es en estos sitios donde las clases medias también pueden sentirse más generosas y solidarias.