Editorial
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Cuba-Estados Unidos: piedras en el camino
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o ha habido, desde el triunfo de la revolución cubana en 1959, un periodo en que las relaciones entre el gobierno de la isla y el estadunidense hayan sido menos hostiles que las actuales. No es que las autoridades de La Habana y las de Washington hayan hecho a un lado sus diferencias y atraviesen ahora por una etapa de fraternal camaradería o tan siquiera de amistosa concordancia; pero si se recuerda el trato que se dispensaron a lo largo del último medio siglo, que ha oscilado alternativamente entre un helado distanciamiento y un encendido encono, cabe pensar que la normalización de los vínculos políticos, económicos y sociales entre las dos naciones ya no es una quimera.

Que las filosofías sobre la cual descansan los dos regímenes son difícilmente compatibles está fuera de toda duda, por lo que concebir futuros escenarios de fraternal cooperación sigue siendo más un ejercicio de imaginación que una posibilidad real. Pero existen en el mundo –aun con sus roces y limitaciones– un buen número de países que mantienen relaciones razonablemente funcionales a pesar de que en lo ideológico, lo político y hasta lo religioso tengan poco y nada en común. No deberían existir, pues, obstáculos insuperables ni barreras invencibles para que Estados Unidos levantara de una buena vez el embargo que desde 1962 impuso a la economía (es una manera de decir al pueblo) de Cuba, y los vínculos entre las dos naciones cobraran lo antes posible una dimensión civilizada.

Sin embargo, esos escollos continúan entorpeciendo un proceso de distensión que en términos de sentido común debería ser irreprimible. Es cierto que ya han quedado atrás los brutales excesos cometidos en la época de la Operación Mangosta, a comienzos de los 60, cuando los obtusos servicios de inteligencia estadunidenses apelaban a las más variadas formas de agresión y sabotaje contra el país caribeño; o en los tiempos en que fueron promulgadas las leyes Torricelli y Helms-Burton, cuyos objetivos eran ahogar definitivamente al gobierno cubano, pulverizar la economía isleña y privar por completo a Cuba de cualquier contacto con el exterior.

Pero, en esencia, con distintos nombres y distintos protagonistas, las fuerzas que aún pugnan por acabar sin miramientos con el sistema de gobierno que en la actual coyuntura encabeza Raúl Castro siguen siendo las mismas, tanto en el interior del Congreso de Estados Unidos como en las áreas donde se nuclean los anticastristas más obcecados (el propio término anticastrista ya constituye un anacronismo que suena a guerra fría). Esos sectores, impermeables a la idea de que los pueblos tienen derecho a darse la forma de gobierno que mejor les parezca y enemigos declarados del concepto de autodeterminación, se encargan –desde sus posiciones de poder– de sembrar nuevas piedras en el camino que conduce a la normalización de las relaciones.

No entró en mayores precisiones el primer mandatario cubano cuando advirtió, ayer mismo y en el marco de la cumbre de Países No Alineados, sobre la existencia de planes subversivos e injerencistas diseñados para impedir dicha normalización. Pero probablemente no haga falta calar muy hondo para encontrar interesados en ello. El sector de los republicanos estadunidenses ligados económicamente a empresarios de origen cubano radicados en Estados Unidos, y en especial el grupo cercano al senador de esa tendencia Marc Rubio, sumados a los no muy abundantes pero sí muy activos miembros de la oposición interna (Arco Progresista, Damas de Blanco, Estado de SATS, Demanda Ciudadana), seguramente proporcionan un buen número de adeptos para la causa antinormalización.