Opinión
Ver día anteriorJueves 9 de abril de 2015Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Necesitamos verdaderos partidos
E

xiste una opinión crítica muy extendida que atribuye todos los males de la vida pública a la corrupción de los políticos y, muy especialmente, a los partidos que la Constitución define como entidades de interés público, concepto, cabe recordar, que en su momento (1977) abrió las compuertas a una incipiente pero importante democratización al amparo de un régimen de partido hegemónico. Hoy nadie discute que hay un problema con los partidos, aunque decir que todos son iguales y que la verdadera democracia exige su abolición es una generalización cómoda pero inexacta, así se pronuncie en nombre de los ciudadanos o de la voluntad comunitaria. Se olvida con excesiva rapidez que la creación de un régimen de partidos sustentado en el reconocimiento explícito de las genuinas corrientes ideológicas existentes fue un paso adelante en la superación del antiguo régimen monocolor, aunque la concreción de los avances democráticos recorriera un largo y accidentado camino antes de que el voto libre de los ciudadanos (siempre con bemoles) ocupara el lugar que le corresponde en toda democracia. Tal vez por la lentitud de dichos cambios y la resistencia a reformar el régimen de privilegios, se fortaleció la visión de que la democracia –concebida como suma de las aspiraciones de progreso– dependía sólo y exclusivamente de lo que ocurriera en la dimensión electoral, como si la adopción de cierto modelo liberal fuera suficiente para resolver los problemas acumulados por una sociedad con explosiva demografía y desigualdad abismal.

Como sea, la sociedad, que ya no cabía en el viejo molde, debió movilizarse una y otra vez para alcanzar nuevos niveles de participación que modificaron la correlación de fuerzas mientras el país buscaba (a veces a ciegas) un nuevo lugar en el mundo global. Con procesos electorales más exigentes y vigilados, las corrientes hasta entonces opositoras aprovecharon la oportunidad para fortalecerse y lentamente vinieron cambios que reforzaron la creencia de que toda la política se reducía al mecanismo electoral. La elección de congresos divididos y la alternacia en la Presidencia confirmaron el nuevo curso. Empero aquí no hubo un pacto capaz de precisar los objetivos de la transición, definiendo los fines de la democracia, sus límites y alcances. Para muchos, la transición sería la consecuencia inmediata de la caída del viejo régimen de origen revolucionario y corporativo, condición sin la cual hablar de democracia era ilusorio. Para otros más, la democracia sólo requería consolidarse, reafirmando las normas y los procedimientos que aseguraban la elección de los mandos y representantes. Pero muy pronto se hizo evidente que la democracia real no lograba satisfacer a la mayoría que anhelaba cambios de otro tipo, que los partidos jamás lograron traducir ni formular como propuestas de reformas necesarias. La crispación y las prácticas fraudulentas acabaron con el consenso de la etapa previa, dejando tras de sí una larga estela de indignación y desencanto que sirvió a los intereses particulares que se habían colocado por encima del Estado, chivo expiatorio de la gran revolución neoliberal. El desprecio por la política se montó sobre la emergencia de una activa sociedad civil libertaria, hostil a las formas tradicionales de participación política, guiada por una vertiente moral con la cual sus adeptos justifican su presunta superioridad, aunque hasta ahora ésta se exprese en mera negatividad. Como resultado de la crisis política y social, a izquierda y derecha se cuestionaron los referentes clásicos y surgieron nuevas antinomias: ciudadanos versus políticos, movimientos o partidos, la calle o las urnas, mientras el régimen se enquistaba entre el pasado y el futuro, sin dar un golpe de timón al curso general de la República. La democracia y sus instituciones, de por sí arcaicas, se deterioraron ante una población cada vez más desconfiada, cansada de la retórica, acosada por la violencia desbordada y la ceguera de los partidos. En lugar de que la crítica culminara con propuestas para superar a los partidos actuales y a las leyes que los sostienen, ésta se concentró en la denuncia de que las elecciones son simples mecanismos de la corrupción ampliada o en tratar de probar su completa inutilidad ante la actuación nada irreal de las cúpulas del poder. Este rechazo puede tener variantes y salidas muy diferentes, algunas demasiado riesgosas como para impulsarlas conscientemente. Es evidente que en lugares como Guerrero, por ejemplo, los problemas trascienden el ámbito electoral, pero no será renunciando al ejercicio de un derecho como podrá articularse la respuesta que allí hace falta.

Por último y a manera de hipótesis, cabe preguntarse si los políticos de la hora hubieran propuesto junto con la participación en la urnas una reforma de fondo del sistema, ¿estaríamos en este debate? ¿Tendríamos el Estado maltrecho e inepto de hoy? La desilusión, pues, la origina un orden intocado de intereses que defrauda cada vez que puede las justas aspiraciones de los ciudadanos. ¿No es exigible un nueva política más que su extinción? Si los partidos, los de izquierda, se hubieran tomado en serio los temas de la igualdad, que son su razón de ser, ¿estaríamos como ahora, fragmentados, sin ideas, colgados de unas cuantas figuras, peleando si votar o no? Tal vez no. La discusión sobre las elecciones no debería hacernos perder de vista que necesitamos un verdadero cambio de rumbo, que no se conseguirá sin sumar fuerzas, sin la voluntad de reformar el Estado, sin actuar en todos los frentes. Eso es lo sustantivo.