Directora General: Carmen Lira Saade
Director Fundador: Carlos Payán Velver
Domingo 6 de julio de 2014 Num: 1009

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Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

La balada de
Gary Cooper

Guillermo García Oropeza

El cuento español actual
Antonio Rodríguez Jiménez

Vista de la Plaza
Río de Janeiro

Leandro Arellano

Querido Prometeo
Fabrizio Andreella

El Canal de Panamá:
una historia literaria

Luis Pulido Ritter

Borges y Pacheco
Marco Antonio Campos

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Columnas:
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Bemol Sostenido
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Las Rayas de la Cebra
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Borges y Pacheco


Ilustración de Juan Puga

Marco Antonio Campos

El pasado 30 de junio José Emilio Pacheco habría cumplido setenta y cinco años. Una sucesión de ausencias de poetas amigos, desde enero de 2013, no deja de llegar al alma: Rubén Bonifaz Nuño, Víctor Sandoval, Juan Gelman, José Emilio Pacheco, José Luis Sierra, Mariano Flores Castro… Antes, en 2009, se habían ido Alí Chumacero y Carlos Montemayor. Salvo Bonifaz, que se sentía desde años atrás muy fatigado, y aun diría harto de las limitaciones físicas que da la vejez, ninguno tenía las mínimas ganas de morir, y varios trabajaron hasta horas antes de la última despedida…

Lo conocí hace cuarenta y cuatro años. Numerosas veces desde entonces, cuando escribía mis artículos para los periódicos, me preguntaba lo que opinaría José Emilio, quien fue hasta su muerte nuestro gran periodista literario. Cuando escribí, en 1970, mi primera reseña de un libro suyo (No me preguntes cómo pasa el tiempo) apunté que la gran presencia detrás de su escritura era Jorge Luis Borges. Cuarenta años después, en la conferencia que di sobre José Emilio en la Universidad de Salamanca, en abril de 2010, a propósito de unas jornadas en torno de su obra por el otorgamiento, el año anterior, del Premio Reina Sofía, insistí en que la gran presencia detrás de su obra era Jorge Luis Borges. La mejor muestra de una admiración que nunca declinó es el espléndido libro de José Emilio, La invención de Borges, publicado en 1999, con motivo del centenario del natalicio del argentino. Desde luego, no pretendo parangonarlos y el propio Pacheco hubiera sido el primero en prevenir: “Marquemos muy bien las distancias.” Borges, como escribió José Emilio en el libro, era un genio, el clásico de clásicos del siglo XX de nuestras letras, y al siglo que nos dejó lo vio como el Siglo de Borges. Sin embargo, hay similitudes que en ambos son altas virtudes: en la pluralidad de géneros que trabajaron todo lo vivido y leído al escribirlo lo volvían literatura, y la lectura de sus libros es una alegría o un agrado continuos para la sensibilidad, la inteligencia y la imaginación; los dos tuvieron afición por la literatura fantástica, la literatura en lengua inglesa y la tradición judía, y a través de libros o publicaciones periódicas, divulgaron amablemente las varias literaturas que conocieron; buscaron –lograron– lo que exigía o quería Henríquez Ureña de sus discípulos: “la práctica constante de una prosa cada vez más simple, clara, fluida y exacta”, y les divertía escribir esa suerte de textos inventivos donde no se sabe bien a bien dónde comienzan los hechos y personajes reales y dónde los hechos y personajes imaginarios, falsos o paródicos; ambos tenían la vista impecable para hallar, aun en los libros mediocres, relámpagos de belleza o privilegio, y amaron y odiaron las grandes ciudades que los vieron nacer y crecer, y en el caso de Pacheco, morir (Buenos Aires y Ciudad de México). Una diferencia: a José Emilio le ha faltado el ensayista que escriba un libro crítico creativo como el que él hizo acerca de Borges.

En las páginas de La invención de Borges está no sólo lo que el autor de Ficciones significó para él, sino para la literatura occidental. Como si fueran dos puntas o extremos, José Emilio ejemplifica con dos árboles máximos: uno, don Juan Manuel (1231-1348), quien con El conde Lucanor fue “el primero que escribió en lengua vernácula o romance” y, por ende, “fundó la narrativa europea de imaginación y al mismo tiempo la prosa castellana”; el otro, Borges, quien se volvió un clásico inmediato dondequiera que publicaron sus numerosos libros. Si como repetía Octavio Paz, política y económicamente América Latina ha sido los suburbios de Occidente, en cambio, la narrativa latinoamericana fue la mejor del orbe en la segunda mitad del siglo y la poesía todo el siglo.

De los “maestros y guías” de Borges, José Emilio resalta en especial al andaluz Rafael Cansinos Asséns, al dominicano Pedro Henríquez Ureña y al mexicano Alfonso Reyes. Pero ninguno, visto a la distancia, como don Alfonso. Tres son los aspectos que un Borges agradecido subraya con frecuencia: lo consideraba el mejor prosista de la lengua española, y trayéndolo a un nivel personal, fue la primera figura grande que lo vio como escritor y no como el hijo de su padre, y por último, que, gracias a su ejemplo y probablemente a sus observaciones, lo ayudó en definitiva a quitarle a su prosa lo que había de decorado y recargado. No sólo fue el maestro y guía por excelencia; lo quiso entrañablemente. Uno de los mejores poemas de Borges es el que escribió cuando nuestro enciclopedista murió. Recordemos las dos emotivas cuartetas finales: “Sólo una cosa sé, que Alfonso Reyes,/ dondequiera que el mar lo haya arrojado,/ se aplicará dichoso y desvelado,/ al otro enigma y a las otras leyes./ Al impar tributemos y al diverso,/ las palmas y el clamor de la victoria./ No profanen las lágrimas el verso,/ que nuestro amor consagra a su memoria.”

En el libro, Pacheco analiza de Borges breve y exactamente el porqué de la mitología de los antepasados y la mitología de los cuchilleros, su residencia en España y Suiza, la importancia, desde muchacho, que tuvo para él la Enciclopedia Britannica, sus primeras afinidades e influencias, su paso por el ultraísmo, las enseñanzas en Sevilla de Cansinos Asséns, su vuelta a Buenos Aires y, con ello, en su juventud, la publicación de sus primeros libros de poesía y de ensayo, su participación en revistas, su trato con Macedonio, Henríquez Ureña y Reyes, sus trabajos de traductor y, más tarde, en los treinta y cuarenta, la relevancia definitiva, para él y para la revista, que representaron por décadas sus colaboraciones en Sur, su dirección de colecciones –al lado de Bioy– como La Puerta de Marfil y El Séptimo Círculo, su antiperonismo y su antifascismo, sus libros en colaboración (especialmente con Bioy), y en la cima, sus creaciones inigualables como poeta, ensayista, cuentista y autor de prosas breves.

¿Algún posible cierre de José Emilio que resuma en pocas palabras los altísimos logros de aquél a quien vio como clásico universal? Cito: “El mismo Borges, que en 1921 lleva a Argentina la vanguardia, a partir de los años cuarenta inicia sin saberlo lo que hoy llamamos ‘posmodernidad’, rompe las fronteras entre arte culto y arte popular, creación y crítica, escritura y lectura, originalidad e imitación.” ¿Quién logró eso en lengua española en el siglo XX?