Directora General: Carmen Lira Saade
Director Fundador: Carlos Payán Velver
Domingo 28 de julio de 2013 Num: 960

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Svevo, el interiorista
Ricardo Guzmán Wolffer

La escritura migrante
Adriana Cortés Koloffon
entrevista con Yuri Herrera

La magia de Michel Laclos
Vilma Fuentes

El león de Calanda
Leandro Arellano

Buñuel en su liturgia:
El último guión

Esther Andradi

Buñuel y el surrealismo
de la realidad

Xabier F. Coronado

Buñuel, Cortázar y la venganza de Galdós
Ricardo Bada

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Columnas:
A Lápiz
Enrique López Aguilar
Jornada Virtual
Naief Yehya
Artes Visuales
Germaine Gómez Haro
Bemol Sostenido
Alonso Arreola
Paso a Retirarme
Ana García Bergua
Cabezalcubo
Jorge Moch
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Luis Tovar


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Ana García Bergua

Época de mangos

Época de mangos. Dulces, sólidos, deliciosos, nos acostumbramos a ellos sin pensar en que son cosa pasajera. Imagen de tentación, mangos que nos pierden, fruta más perfecta y pecadora que la manzana, la cual oculta en su astringencia su falta de generosidad. Yo pienso que si Dios existiera, comeríamos siempre mangos y no sólo en esta época de lluvias heroicas, el verano de chaparrones con sofocos y néctares que se nos acaba el día en que los mangos de Manila regresan a su vitrina de lujo.

El otro día estaba en el mercadito comprando mangos. El frutero me dijo: “Ahora no vienen de Veracruz, ni de Guerrero, vienen de Sinaloa y no tienen gusano.” Ignoro por qué el gusano –esa cosa blanca, gorda y desilusionante que se aparece en plena orgía frutal– aqueja tan sólo a los mangos del sur, pero los de Sinaloa, jugosos, firmes y azucarados, me hicieron recordar  “Estío”, el cuento de Inés Arredondo:

“Más tarde me levanté, me eché encima una bata corta, y sin calzarme ni recogerme el pelo fui a la cocina, abrí el refrigerador y saqué tres mangos gordos, duros. Me senté a comerlos en las gradas que están al fondo de la casa, de cara a la huerta. Cogí uno y lo pelé con los dientes, luego lo mordí con toda la boca, hasta el hueso; arranqué un trozo grande, que apenas me cabía, y sentí la pulpa aplastarse y al jugo correr por mi garganta, por las comisuras de la boca, por mi barbilla, después por entre los dedos y a lo largo de los antebrazos. Con impaciencia pelé el segundo. Y más calmada, casi satisfecha ya, empecé a comer el tercero.”

Enseguida viene la sirvienta y la protagonista, descubierta en su placer, cuenta: “Me quedé con el mango entre las manos, torpe, inmóvil, y el jugo sobre la piel empezó a secarse rápidamente y a ser incómodo, a ser una porquería.” En este cuento sobre el deseo prohibido e incestuoso, el mango personifica también el placer culpable que provoca un ansia imposible de satisfacer y al final ensucia.

Y es que el mango tiene mucho de placer impresentable, de antojo un poco obsceno que puede enloquecer. Quizá por eso no nos es dado todo el año, exista o no Dios, a quienes vivimos lejos de los paraísos donde los mangos caen como lluvia pesada de los árboles y se pudren en la tierra en medio de la indiferencia. Quizá nosotros nada más lo podemos comer en una época, como si el mango fuera, por sí solo, nuestro carnaval, y en este tiempo en que desfila, amarillo y airoso, podemos exclamar felices con Nicolás Guillén: “¡Ah,/ qué pedazo de sol,/ carne de mango!” (“Pregón”).

Difícil es pelarlo sin pringarse y si intentamos comerlo domesticado –partido en cuadritos regulares o rebanado en el plato del restaurante–, no sé por qué, no sabe igual, uno siente que pierde el chiste, como dijo en su cuento “Canibalismo” el fallecido colombiano Andrés Caicedo, cuya voz narrativa encuentra que atacar a un ser humano a mordidas puede ser tan gratificante como hacerlo con la carne del mango, espesa y satisfactoria: “Porque yo puedo decir que a mí antes me gustaba muchísimo el mango verde, y después vino esa moda de partir el mango en pedacitos y fue apenas hace como una semana que me vine a dar cuenta de que los mangos verdes me habían venido a gustar menos y supe también que era porque me los comía partidos, así que seguí comprándolos enteros, comiéndolos a mordiscos, y me han vuelto a gustar casi tanto como cuando estaba chiquita. Eso mismo debe pasar con los cuerpos. La persona que ya lleva siglos comiéndolos tiene que darse las maneras de variar el plato para no aburrirse, porque si no cómo hacen.”

Porque el mango, carne al fin, reflejo de nuestra piel a veces amarilla y rosa, enigma concentrado del deseo por las densidades del prójimo –de ahí la expresión, ya en desuso, “está hecha (o hecho) un mango –fue creado para atacarlo a mordidas, sin pedir permiso y en cualquier momento. Agrio y burlón con su chile y su sal a la salida de la escuela, azucarado en las tardes perezosas o las noches en que uno se deja ir, olvidado de formas, cubiertos y testigos. Tan tentador y delicioso, que hasta culpables nos podemos sentir si nos comemos dos o tres. Ahora mismo, mientras tecleo esta columna pienso en que he comprado mangos de las distintas tiendas y mercados alrededor de mi casa, tengo un harem de mangos concursantes que me espera en cualquier momento y sé, es lo más triste, que un día se volverán de nuevo verdes e impenetrables, de precio amargo, fruta de otras temporadas, como soles lejanos.