Francisco Torres Córdova
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De materia humana
El cuerpo cotidiano, uno y todos a la vez, el mismo y otro, único, solo. Ese lugar tan común y propio, íntimo, secreto, que no cesa de iniciarse en los ritos del aire, que no deja de nacer –cada vez y siempre la primera vez–, por la gracia y el poder de un beso. El cuerpo que se rinde a los impulsos primarios del agua y llega de la sombra de la nada al relumbre de la sangre, y entonces desata su grito y centra en la tierra su peso –meses que son eras, milenios que son un instante. El cuerpo abismal, del que tanto sabemos y nunca es suficiente, y tan clara es su química exacta que así entre sus flujos y reflujos nos urde, nos lleva y nos muere. Y también el cuerpo encumbrado en los tumultos del consumo, exaltado, ahíto y sin embargo insatisfecho, y el hundido en el silencio que fermenta el dolor ubicuo del hambre, su rabiosa comezón en la inocencia de la carne. Tantos que puede ser, desde el pleno y oloroso, el mimado por el azar y la espiral de lo posible, al cínico indolente o el enfermo, el incompleto, el torcido y contrahecho por la ignorancia que incorpora la miseria o los venenos del olvido; del adolescente titubeante al joven adusto que embrutecen los ejércitos, dispuesto a la vulgar mitología de sus armas, las medallas relucientes y sonoras en el pecho, y las heridas nunca invisibles que el frente taja en la frente del alma; del asombro y la risa todo corazón en que el niño se derrama en la mañana, al anciano que concentra sus severas soledades en las frágiles orillas de sus pies, la incertidumbre de las manos y el glauco nocturno de los ojos; del eficiente y cultivado del atleta al refinado y vigoroso que la danza transforma en alfabeto en el espacio y así articula la condición mortal de lo sagrado que lo impulsa, la belleza arraigada en la cadencia de huesos, tendones, músculos y aliento. En la multitud amorfa que somos, al final –o así desde el inicio– es el noble cuerpo cotidiano, vulnerable y temeroso, anhelante de otros cuerpos que lo amparen, que lo arropen de los fríos de sus múltiples monólogos; ese cuerpo que el viejo poeta de Alejandría invoca desde adentro y más allá de la caricia, en esos lapsos delicados de tibia y pura eternidad que el tiempo a veces distraído nos concede: “Cuerpo, recuerda no sólo cuánto fuiste amado,/ no sólo los lechos en que yaciste/ sino también esos deseos que por ti/ brillaban en los ojos claramente/ y temblaban en la voz.” Ese cuerpo que cristaliza la persona, que la aparta de la multitud con apenas un reflejo de sol en el cabello, una sonrisa inteligente, un aroma. El amoroso, con la certeza encandilada de los ojos que son, como la columna vertebral y las entrañas, materia del espíritu.
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