Opinión
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Mar de Historias

Capitas de polvo

M

i madre me regaña porque no cumplo la promesa de llamarla por teléfono al menos cada 15 días. No me defiendo, sólo cambio de tema. Inútil: ella insiste. Justifico mi falta diciéndole que tengo mucho trabajo. Le consta que regreso de la fábrica muy cansada y sin fuerzas para levantar ni siquiera un popote. Se burla. Imposible que no tenga la mínima energía para marcar su número. Me lo repite: 01… Su obstinación me impacienta y acabo por decirle que mejor hablamos otro día. Nos despedimos. Me manda bendiciones.

Cuelgo y me quedo pensando que ella debe de considerarme una mala hija. Prefiero que me juzgue de ese modo a decirle la verdad: no la llamo más seguido porque me entristece el eco de su voz en la sala de techo alto y pensar en el olor a encierro y humedad que tienen los cuartos de su nueva casa. Me la ha descrito tan bien que, cuando la oigo, me parece ver sobre los muebles una capa de polvo. Mi madre la detectó enseguida, antes de llamarme para decirme que ella y Remigio habían llegado bien a Los Arrastres, que la casa era grande y tenía un patio inmenso lleno de plantas marchitas. ¡Lástima!

Eso no debía extrañarla. Después de todo Remigio llevaba años de viudo, dependiendo de sirvientas que, me imagino, al principio se esmeraban por servirlo pero después, al darse cuenta de sus necesidades de hombre solo, iban volviéndose perezosas, desabridas en la cocina, indiferentes al polvo que se asentaba en los muebles que crujen por la noche. Ese sonido inquieta a mi madre. Me lo repite cuando me llama por teléfono desde su nueva vida de casada.

La primera vez que me habló también me dijo: Presiento que aquí voy a ser muy feliz. Mientras la oía seguí pensando en esas capas de polvo de las que a estas alturas no quedará ni el rastro. Conozco a mi madre y sus obsesiones. Una es la limpieza, la otra que me case pronto. Nos hace gracia que ella, 20 años mayor, haya tenido dos esposos –mi padre y Remigio– y yo todavía ninguno.

II

Hace tres meses que mi madre se casó con Remigio. Se conocieron en la farmacia homeopática en donde ella trabajaba. Él fue a comprar chochitos para dormir y ella le dio los que suponía infalibles. Semanas después él reapareció a fin de obtener otra dosis del medicamento, esta vez suficiente para dos meses, lapso que tardaría en regresar a la ciudad. Pasado ese tiempo él se presentó en la farmacia con el mismo ánimo de aliviar su insomnio y un regalo para ella: un reloj de buró con un paisaje tropical en la carátula.

Por la noche, cuando mi madre me enseñó el obsequio, se puso a explicarme que el decorado del reloj se inspiraba en un paisaje de Los Arrastres. Le pregunté qué sitio era ese. El pueblo de Remigio. Por su tono sospeché que su nuevo cliente podría llegar a ser para ella algo más que eso.

No me equivoqué. Un jueves por la noche, cuando regresábamos de la compra, mi madre me informó que Remigio iría a visitarnos el domingo. ¿Para qué? Me respondió algo inesperado: Quiere conocerte. Le pregunté si eran amigos. Sí, nos hemos visto algunas veces. Es muy buena persona y nos llevamos bien, tanto que estamos pensando en casarnos pronto.

Actué como una madre suspicaz: No sabes nada de él. ¿Por qué tanta prisa? Así me enteré de que Remigio llevaba muchos años viudo y quería rehacer la vida conyugal antes de que fuera demasiado tarde. Ella estaba dispuesta al matrimonio, siempre y cuando yo estuviera de acuerdo. De nuevo se cambiaron los papeles: mi madre actuaba ante mí como si fuera mi hija.

Le contesté que yo sólo deseaba su felicidad, pero que para darle una respuesta al menos tenía que conocer a su pretendiente. Esa palabra –pretendiente– le provocó sonrojo. Su reacción me hizo imaginarla de 15 años, diciendo a sus papás que su novio Juan Antonio, mi padre, iría a pedirles su mano.

III

Fueron dos días muy difíciles. Mi madre me habló de su breve matrimonio con mi padre, de la muerte prematura de él, de su desolación al verse viuda. Su sinceridad me incomodaba. Le aclaré que no era necesario justificarse conmigo, entendía que ella aún era muy joven y con todo el derecho de casarse otra vez. Pero no creas que por eso voy a quererte menos, me dijo. Al abrazarnos sentí que adelantábamos nuestra despedida.

El domingo cocinamos desde temprano. Pusimos un ramito de flores en la mesa. Nos vestimos como si fuéramos a una fiesta. Remigio llegó puntual, oloroso a loción y con una bolsa llena de latas y embutidos. Era su forma de hacerme ver que es un hombre responsable, solvente y de fiar. A la hora de la comida nos habló mucho de su pueblo, de su casa con patio, de su tienda: Se llama La Tirana, pero pienso ponerle La bella Anita. Pronunció el nombre de mi madre con tal intensidad que me sentí incómoda y busqué un pretexto para ir a la cocina.

Mi actitud me recordó las veces en que, cuando yo era jovencita, mi madre hacía lo mismo para dejarme a solas con alguno de mis novios en turno. A los pocos minutos regresaba taconeando con fuerza para anunciarnos su cercanía y evitarnos a todos una escena bochornosa.

Aquel domingo actué en la misma forma. Al volver a la sala noté que Remigio y mi madre suspendían abruptamente su conversación. Si estorbo, me voy, dije con falso buen humor. Remigio se levantó: Al contrario. Eres más que oportuna. Anita y yo estábamos pensando en si te gustaría irte a vivir con nosotros a Los Arrastres. Es un pueblo pequeño, pero muy simpático y mi casa es grande. Sobra espacio.

En ese momento supe que mi madre pensaba dejar el departamento. De haberme enterado antes no habría invertido horas pensando en cómo íbamos a acomodarnos cuando Remigio se instalara con nosotras. De entrada ya no podríamos compartir la única recámara. Ni modo de dormirme en la sala, como si fuera un pariente que llega de visita por sorpresa. Encontré una solución: iba a arreglar el cuarto de servicio para mí. De ese modo mantendría mi independencia y los recién casados la suya.

El recuerdo de mis inútiles preocupaciones me causó risa. Mi madre y Remigio interpretaron mi reacción como una manera de decirles que aceptaba vivir con ellos. Enseguida corregí su error. Me quedaría en nuestro departamento. Además estaba impuesta al ritmo de la ciudad y a trabajar. Remigio me aclaró que por eso no me preocupara: podía ayudarlo en su tienda. Allí, aunque yo no lo creyera, iba a tener más trabajo que en la fábrica, sobre todo los domingos cuando bajan los campesinos de los ranchos para hacer sus compras.

Dijo que esos rancheros resultaban magníficos clientes, lástima que durante su estancia en el pueblo hicieran escándalo y pusieran a todo volumen las sinfonolas de las cantinas. Lo bueno era que después, cuando ellos se iban, el pueblo volvía a quedar tan silencioso que era posible oír hasta el rumor del polvo cuando cae sobre los muebles.

Imaginé a mi madre en cualquier domingo de su nueva vida mirando el pueblo vaciarse hasta quedar tranquilo como un sepulcro y lloré. Lo hice como una mujer que gime por la hija que se va pero oculta su tristeza mintiendo: Sí, lloro por ti, pero ¿no comprendes que es de alegría?