Opinión
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Obama dixit
E

n el siglo pasado la comunidad internacional logró adoptar una serie de medidas para reglamentar el uso de la fuerza entre los estados. Esa codificación del derecho internacional culminó en 1945 con la aprobación de la Carta de la organización de las Naciones Unidas. En ella se prohíbe la guerra y se limita el uso de la fuerza militar a la autodefensa.

Además la Carta le otorga al Consejo de Seguridad el derecho exclusivo de decidir cuándo es permitido recurrir al uso de la fuerza militar. Se trata de situaciones que constituyen una amenaza a la paz y seguridad internacionales. Sin embargo, en términos generales puede decirse que el consejo de seguridad no ha logrado desempeñar el papel que le asignó la Carta de la ONU.

Las grandes potencias militares que dominaron el escenario mundial desde 1945 recurrieron al uso de la fuerza al margen de la ONU. En algunos casos lo hicieron de manera directa (Vietnam y Afganistán) y en otro de manera indirecta en los innumerables conflictos en África, Asia y América Latina.

No es raro que los dirigentes de las principales potencias militares acaben por identificarse con su política en materia del uso de la fuerza. En casi todos los casos el telón de fondo fue la rivalidad ideológica de la guerra fría. En la entonces Unión Soviética surgió la doctrina Breznev.

Tras la intervención soviética en Checoslovaquia en 1968 (y recordando su invasión de Hungría en 1956), el Kremlin señaló que era una obligación del campo socialista defender con la fuerza militar a los regímenes del Pacto de Varsovia. En 1979 se invocó también para invadir a un país fuera del Pacto (Afganistán). Se trataba de evitar reformas políticas y económicas que debilitaran al sistema socialista. Curiosamente la aventura en Afganistán contribuyó al desmoronamiento de la URSS y del Pacto de Varsovia. Mijail Gorbachov se encargó de ello y en 1989 su portavoz habría de proclamar la doctrina Sinatra (cada país debería desarrollarse a su manera).

Desde 1945 la política de Estados Unidos para contener la expansión de regímenes comunistas también se ha identificado con el presidente de turno: Truman, Eisenhower, Kennedy, Johnson, etcétera. Tras los ataques del 11 de septiembre de 2001 y en vísperas de la invasión de Afganistán, el presidente George W. Bush anunció una política antiterrorista que no distingue entre los terroristas y los que los albergan dentro de su territorio. La doctrina se definió como el derecho de Estados Unidos a defenderse mediante ataques militares y guerras de corte preventivo.

Las recientes revueltas en varios países del Medio Oriente y el norte de África han obligado al presidente Barack Obama a definir su política sobre cuándo y cómo recurrir al uso de la fuerza militar. Obama es un ser pensante y cuida mucho (demasiado, dirán algunos) lo que dice y lo que hace.

En Túnez y Egipto Obama mostró su cautela habitual, apoyando a la postre a los manifestantes que pedían un cambio de régimen. En otros casos (Yemen, Bahrein y Siria) no ha declarado de manera tajante su oposición al uso de la fuerza contra la población civil. Pero en Libia decidió actuar para prevenir una masacre en Bengasi.

Cuando empezaron las manifestaciones en Libia, Muammar Kadafi recurrió a la fuerza militar y policiaca. Para Francia, Reino Unido y Estados Unidos (y, por ende, para la OTAN), Libia se convirtió en un presunto culpable. Para asegurarse de que actuarían conforme a la Carta de la ONU y evitar así los errores de Bush y Blair hace una década en el caso de Irak, las tres potencias militares occidentales acudieron al Consejo de Seguridad. El 26 de febrero éste aprobó por unanimidad la resolución 1970, exigiendo un alto a los ataques contra la población civil y remitiendo a la Corte Penal Internacional a los culpables de esos ataques. También impuso sanciones, incluyendo un embargo de armas.

Pero París, Londres y Washington querían más y el 17 de marzo el Consejo de Seguridad aprobó (ya no por unanimidad) una segunda resolución, la 1973, que les autorizó imponerle a Libia una zona de prohibición de vuelos y adoptar todas las medidas necesarias, excepto una ocupación militar, para proteger a la población civil. El 19 de marzo iniciaron los ataques aéreos.

El 29 de marzo la coalición de la OTAN y sus aliados se quitaron la máscara en la conferencia en Londres y anunciaron, en presencia y con el aval del secretario general de la ONU, que su meta era derrocar al régimen de Kadafi.

Un día antes Obama había explicado la actitud que había adoptado en el caso de Libia. Su mensaje (quizás no pueda calificarse de doctrina) fue que Estados Unidos estaría dispuesto a utilizar la fuerza militar para proteger la vida de civiles siempre y cuando tuviera el visto bueno de la ONU, fuera parte de una amplia coalición de estados, se hubieran agotado las instancias de solución pacífica del conflicto, tuviera objetivos muy concretos, no dependiera de un liderazgo permanente de Washington y no tuviera que sufragar todos los costos.

Es obvio que Obama quiere evitar involucrarse en una tercera guerra y menos en un país musulmán. Tampoco puede seguir gastando dinero que su gobierno ya no tiene.

Pero resulta también obvio que, como buen abogado, le dio muchas vueltas al asunto de Libia. Consideraciones de carácter humanitario pesaron mucho en su decisión de emplear el poderío militar de su país. Lo hizo, empero, asegurándose de que otros también participarían en la acción militar y en la eventual reconstrucción de Libia. Afortunadamente en el presidente de Francia y el primer ministro británico encontró a dos compañeros de viaje a los que les endosó el paquete por conducto de la OTAN.

Al autorizar el uso de la fuerza en Libia, el Consejo de Seguridad ha modificado la Carta de la ONU. Y Obama lo ha explicado.