Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 22 de febrero de 2009 Num: 729

Portada

Presentación

Bazar de asombros
HUGO GUTIÉRREZ VEGA

El día que conocí a papá
E. M. MURCIA

Espejo de contrastes: el Archivo Frida Kahlo y Diego Rivera
INGRID SUCKAER

Otro Bolívar para la nueva república
HAROLD ALVARADO TENORIO

Un museo para corazones solitarios
FERRUCCIO ASTA

Para cambiar al mundo
ADRIANA CORTÉS KOLOFFON entrevista con PATRIZIA CAVALLI

Leer

Columnas:
Señales en el camino
MARCO ANTONIO CAMPOS

Las Rayas de la Cebra
VERÓNICA MURGUíA

Bemol Sostenido
ALONSO ARREOLA

Cinexcusas
LUIS TOVAR

Corporal
MANUEL STEPHENS

El Mono de Alambre
NOÉ MORALES MUÑOZ

Cabezalcubo
JORGE MOCH

Mentiras Transparentes
FELIPE GARRIDO

Al Vuelo
ROGELIO GUEDEA


Directorio
Núm. anteriores
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Verónica Murguía

Haruki Murakami, corredor

Como ya he confesado en este espacio, soy una entusiasta del ejercicio. No lo practico ni para prolongar mi vida, ni para ser talla cuatro: hago ejercicio porque mientras estoy en eso, lo repito, me siento más viva. Esto, ignoro por qué, parece contradecirse con la imagen que, en general, se tiene de los escritores. Eso me pone de malas. Si yo quisiera ser modelo, bailarina de ballet o saltadora de garrocha, sí, tendría que parecerlo primero. Todas estas disciplinas exigen altura, delgadez y coordinación. En el resto de los deportes o trabajos del planeta –basta recordar el cuerpo romboidal de Diego Maradona, o la poco torera estampa de Manolo Martínez– la facha no debe contar. Sí hay tal cosa como el cuerpo del nadador o del corredor de distancia, pero la variedad infinita de humanos que existe puede resultar en un chaparrito goleador como Leonel Messi, y a ese ejemplo me atengo cuando la gente se sorprende porque escribo y hago ejercicio.

Una vez le pregunté a una tía cómo se imaginaba a los escritores y la respuesta fue reveladora: “No en pants.” Me descalificó inmediatamente, y me llenó de inseguridades. Pero mi tía se imagina a los pintores con boina, a los poetas con capa y a los políticos con puro. En su imaginario los escritores deben fumar (sí fumo), tomar mucho café (también) y beber como cosacos. Ellas son como Anaïs Nin, Virginia Woolf o, quizás, como Sor Juana. Sutiles, elegantes y misteriosas. No sudan y se visten bien.

La verdad es que el arte y el deporte parecen, en general, estar peleados. Una vez leí en el periódico lo que Juan José Gurrola pensaba de los atletas olímpicos. En resumen, decía que parecían idiotas. Extrañísimo, aunque hay que reconocer que Gurrola sí que parecía escritor según la idea de mi tía.

Por todo esto leí con entusiasmo el libro De qué hablo cuando hablo de correr, del novelista japonés Haruki Murakami. El título, paráfrasis de Raymond Carver, a quien Murakami ha traducido al japonés, revela hasta qué punto este escritor está obsesionado con correr. Pero el título apenas si prepara al lector para la eléctrica corriente de emociones que Murakami despliega a la hora de describir su entrenamiento. Él no sólo no corre para mejorar su salud: es capaz de olvidarse por completo de ésta (ha padecido desgarrones, tendinitis, torceduras, contracturas y deshidratación) mientras está en un maratón, pues es un corredor de distancia.

La mínima y cotidiana para él es de seis millas diarias, es decir poco más de nueve kilómetros sin contar el calentamiento. Y esto cuando no anda metido en un triatlón, pues entonces nada y monta bicicleta, dos disciplinas exigentes para las que, dice, no tiene mucha facilidad.

Tenía treinta y tres años cuando empezó. No era un muchachito y le costó muchísimo desarrollar los músculos que se requieren para correr maratones. Además, fumaba como loco: sesenta cigarros diarios. Olía, dice, a nicotina desde lejos. Dejar el tabaco fue una consecuencia natural de correr, pues nadie puede correr y toser al mismo tiempo. Luego, como es novelista, o sea un fantasioso, decidió correr veintiséis millas en Grecia, en Maratón, donde ocurrió la batalla célebre de los griegos contra los persas, en el 490 a c. Hay que recordar que el soldado enviado por el general Milcíades a Atenas para avisar que los griegos habían triunfado, murió de agotamiento al llegar.

Murakami recorrió la misma ruta, rodeado de peseros que le dejaron los pulmones como a un chilango, esquivando basura, perros atropellados y baches. El sol era, como dicen los libros, inclemente: evaporaba el sudor apenas le brotaba, y lo obligó a beber agua como un camello. Cuando llegó a la meta sentía que ya no sabía moverse, no digamos correr. El detalle murakamiano fue el señor de una gasolinera a quien, con señas, le explicó lo que acababa de hacer. El griego arrancó unas flores de una maceta y, con una reverencia, se las regaló.

Murakami ha corrido un ultra maratón de casi cien kilómetros y muchos maratones estándares desde entonces. Divide su vida en escribir y correr, concediéndole igual importancia a las dos cosas. Cuenta que lo que ha aprendido acerca de escribir lo aprendió corriendo y que no sería el escritor que es si no entrenara. Es más, desea que en su lápida se lea:

Haruki Murakami
1949-20**
Escritor (y corredor)
Al menos nunca llegó caminando.