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México D.F. Jueves 14 de octubre de 2004

Olga Harmony

La vida es sueño

Pocos textos en lengua castellana han merecido -después del injusto desprecio en que se tuvo a Pedro Calderón de la Barca en el siglo XVIII- tantas posibles interpretaciones como La vida es sueño. Desde luego se establece como común denominador, dada la catolicidad del gran dramaturgo, la relevancia del libre albredrío (una vez que se acepta ese lugar en las categorías sociales que Dios otorga y que el propio Calderón establece en su auto El gran teatro del mundo), pero también se habla del budismo en el sentido de la conversión de Segismundo de salvaje airado a un hombre justiciero y sin pasiones mundanas, que renuncia a la venganaza, pero también a cambiar el amor a Rosamunda por bodas que restablecen honra y equilibrio en el mundo, además de temas muy complejos como la simultaneidad de realidades y que para el contemporáneo, como apunta José Caballero, bien puede deberse a un principio de incertidumbre. Porque lo que más hace reflexionar en esta historia con múltiples antecedentes (en un cuento de las Las mil y una noches, en El libro de Patronio del infante don Juan Manuel) es esa duda constante del protagonista en un texto escrito dos años antes de que Descartes planteara la duda metódica, y que se ha querido emparentar con el existencialismo. También nos recuerda a Hamlet en su famoso soliloquio en que compara, no a la vida, sino a la muerte, con el soñar.

Claudia Ríos, adaptadora y directora del actual montaje, hace énfasis en la duda de Segismundo que en la jornada tercera -que aquí sería la segunda parte- acerca de si sigue soñando, que se constata en casi todas sus palabras -incluido el largo monólogo cuando aparece Rosaura- para proponer su propia versión del tema, cambiando el final y haciendo que Segismundo se recorte en un rectángulo iluminado cuando todo lo demás desaparece, que muy bien puede ser la torre de donde no ha salido mas que en sueños. Bien que se le enmiende la plana a un clásico y que se mantenga esa ambigüedad en que las generaciones actuales pueden encontrar mundos paralelos, pero para lograr ese efecto final la directora sacrifica algunos detalles significativos.

Uno de los momentos teatralmente más logrados es la cabalgata que, rodilla en tierra, simulan con pura expresión corporal Segismundo y sus seguidores mientras, al fondo se desarrollan las escenas de palacio. El protagonista ya ha cambiado y el muy buen actor que es Juan Carlos Remolina no muestra esa expresión de patán vengativo y ensorbecido de la jornada segunda, sino una fría resolución del príncipe que va por lo suyo. Es la guerra declarada. El vestuario con rasgos medievales, barrocos y orientales diseñado por Martín López ha cambiado para adecuarse a la lucha e incluso las dos mujeres usan, encima de su vestido una pechera de cuero, pero Segismundo, rescatado y vestido por sus vasallos, lleva el torso desnudo en aras del efecto final, lo que no es muy acertado.

Por otra parte, en una sencilla escenografía diseñada por Matías Gorlero, Auda Caraza y Atenea Chávez, la directora ha prestado a cada personaje un tipo de voz y movimientos distintivos que se advierte más según circunstancia y lugar en que están. Así, Mariana Giménez (a cuyo empeño se debe el montaje) transita por cierta rudeza viril al principio y por modales apasionados de mujer que contrastan con los estilizados y ficticios que conserva Rosaura en la corte. Luis Rábago, como Basilio, habla con entonaciones bajas de rey prudente y se mueve con modos orientales que, aunados al maquillaje diseñado por Pilar Boliver, le dan ciertos rasgos moscovitas que también tiene Everardo Arzate como Astolfo. Este, sobre todo en sus escenas con Estrella incorporada por Carmen Mastache, mantiene esa estilización de movimientos que contrastan grandemente con la naturalidad de Segismundo, el palurdo criado en prisión y alejado de las melindrosas maneras cortesanas y de Arturo Reyes que se muestra intencionado y gracioso como Clarín, pero que es el único que ''recita" los octosílabos calderonianos, porque los demás, gracias a la asesoría de Jorge Avalos, los dicen con la entonación de su sentido. Tampoco se dota de los amaneramientos de la corte a Clotaldo en interpretación de Fernando Becerril, viejo y demasiado inteligente que, entre todos los demás apoyos, cuenta con la música de Alejandra Hernández.

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