.. | México D.F. Domingo 4 de abril de 2004
La soprano Jessye Norman en los festejos por
los 70 años del Palacio de Bellas Artes
El último suspiro de Isolda, el primero de una
nueva existencia para los asistentes
PABLO ESPINOSA
La noche del viernes ocurrió en México uno
de esos raros prodigios que suceden pocas, muy pocas veces en la vida:
la soprano Jessye Norman condensó la historia de la humanidad en
un instante, materializó la metáfora del mundo en un grano
de arena, cristalizó la fantasía del mar en una gota de agua.
Abrevió, en síntesis, el conjunto de las maravillas que pueblan
el planeta entero en tan sólo unos cuantos compases musicales que
quedarán como una de las improntas culturales de este inicio de
milenio.
Porque
la manera como murió de amor, es decir, la forma en que ejecutó
el aria wagneriana en la que Isolda muere por amor, es única e irrepetible
y es una marca que los presentes llevarán dentro de por vida, porque
el gesto sonoro, vocal, corporal, la gesta artística que realizó
Jessye Norman con el estilo y la idea y la partitura de Richard Wagner
constituyó una de esas proezas que elevan, edifican, enaltecen,
purifican, renuevan, pero cuya trascendencia se transmite solamente a través
del acto humano del relato, de las epopeyas que conocemos por el boca a
boca, por los testimonios de quienes lo presenciaron y de quienes recibieron
la noticia de ese suceso y lo enriquecieron con sus propias maneras comunicativas.
De manera tal que ni las distintas ocasiones, todas ellas
improntas en sí mismas, en que Jessye Norman ha cantado Wagner en
vivo en distintos puntos del planeta, ni las muchas ocasiones en que ha
muerto en escena por amor fungiendo como la carne y la sangre de Isolda,
ni los testimonios en video ni ahora en poderoso dividí con
jom tiéter y toda la cosa, ni los testimonios discográficos
que grabó con el mismísimo Von Karajan y la Filarmónica
de Viena, ni con su majestad el sir flemático Colin Davis
con la Sinfónica de Londres, nada, nadita de todas esas maravillas
tecnológicas han podido registrar lo que se trata de algo irregistrable,
la manera como un ser humano conmueve a una multitud de humanos y los lleva
a niveles de disfrute estético de dimensiones colosales.
La experiencia estética que brindó la señora
Jessye Norman la noche del viernes 2 de abril del año 2004 elevó
a los circunstantes a niveles estratosféricos de éxtasis.
Y eso en tan sólo unos instantes, solamente en un par de compases
musicales, tan sólo en unas cuantas frases. Apenas en un suspiro,
que por cierto fue el último de Isolda, pero el primero de una nueva
existencia para todos.
Esos instantes valen por la eternidad entera y ocurrieron
casi al final de una velada en que se develaron otros muchos misterios.
Además de refrendar su trascendencia como una de
las voces más bellas y poderosas del planeta, la presentación
de la señora Jessye Norman quedó enmarcada en las celebraciones
por los 70 años del Palacio de Bellas Artes y también como
parte del trabajo de la Orquesta Sinfónica Nacional, dirigida por
su titular, el maestro Enrique Arturo Diemecke, con especial concentración
y en recompensa estupendos rendimientos.
Cambio de programa, pero no de estilo
La visita de la señora Norman se había anunciado
con un repertorio distinto al que el público escuchó. Sin
previo aviso, el programa original con las Wesendock Lieder de Wagner
y la Primera Sinfonía de Bruckner quedó sustituido
por una combinación de autores finalmente con un factor común
irremediable: la pasión como tema y lo wagneriano como estilo.
Así, el programa empezó con la versión
para concierto de la música para ballet que escribió el estadunidense
Samuel Barber (1910-1981) para la coreógrafa Martha Graham con el
tema de Medea. Enseguida ocurrió el primer prodigio de la noche:
cuatro Lieder del alemán Richard Strauss que en la voz de
Jessye Norman cortaron el aliento de los mortales que hervían en
las butacas, de los músicos que bullían en los atriles y
hasta de los mismísimos ángeles de mármol que pueblan
el histórico palacio de marmomerengue (Octavio Paz dixit).
La segunda parte del concierto inició con los célebres
preludios orquestales que compuso el wagnerita Hans Pfitzner (1869-1949)
a partir de los inventos de ese Da Vinci de la música que fue el
maestrísimo Giovanni Pierluigi Palestrina. Y ese fue el preludio
para el Preludio y muerte de amor de Tristán e Isolda, que
es el título con el que suele traducirse generalmente el original
Liebestod que en alemán significa Muerte por amor, pero
como dirían los clásicos, al final resulta lo mismo: muerte
es muerte.
Lo que nunca será igual es la manera en que Jessye
Norman desposó a la pareja que narra mejor que nadie la historia
de la humanidad: Eros y Thanatos.
Eso fue lo que hizo Jessye Norman en los instantes en
que concentró el universo en un grano de arena, en una gota de agua,
es decir, en un instante. Y eso ocurrió más o menos así:
En el instante en el que las células motívicas,
es decir, las células temáticas también conocidas
como el recurso del leit motiv que inventó Wagner para describir
el deseo, la pasión, los sentimientos y la transfiguración
de los humanos que estallaban como una fuente que en lugar de agua hace
brotar magma y sangre, fuegos de artificio alucinógenos, el santo
grial derramado sobre el Monte de Venus en pleno, en ese preciso instante
en que la magia wagneriana estallaba en medio de la orquesta, hizo su aparición
en el proscenio Jessye Norman:
Avanza hacia el centro del escenario. Más que caminar,
su belleza agigantada flota. Y lo hace con los ojos cerrados: dos párpados
del tamaño de dos montañas morenas y turgentes, redondas,
enhiestas bajo un turbante turquesa que le ciñe el amplio cráneo.
Avanza hiératica, imponente. Es Isolda. Va a morir de amor. Y lo
hizo y al final su gesto, su gesta, quedó como una estatua morena
condensando la vida en un instante y su boca abierta en O por lo redonda
y sus ojos intensísimos y sus brazos suspendidos y su cuerpo semingrávido
quedaron flotando, como Ofelia en el estanque florido de un óleo
prerrafaelita.
Y en cuanto sucedió el clímax del amor,
su gemido se convirtió en una epifanía sonora, el impacto
extático entre el butaquerío se escuchó, la noche
del viernes, claramente en forma de gemido mudo, si es que alguien es capaz
de imaginar tal cosa: un gemido mudo. Pero he ahí que tal prodigio
se materializó en sonidos y de manera tan gloriosa que ni el alud
de llanto repentino, ni el abrazo interior, ni la epidermis electrizada,
ninguna de las maneras orgánicas en que los cuerpos circunstantes
reaccionaron pueden tomarse como documentos que prueben que un milagro,
un prodigio, una epifanía de esas que suceden pocas, muy pocas veces
en la vida ocurrió, porque fue algo único, irrepetible.
Fue la manera irregistrable, irrepetible, en la que un
ser humano conmueve hasta el éxtasis supremo a una multitud de humanos.
Eso fue lo que hizo Jessye Norman la noche del viernes
en la ciudad de México. Tan sólo en un instante.
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